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Si algo tenía claro Marcos era que él no había movido la camilla. Era imposible. Este sector del hospital estaba solo y así había sido siempre, o al menos desde que muchos de los que todavía trabajan ahí lo recuerdan. En esta ala, según le contaron los otros guardias, solo se escuchaba el retumbar del viento contra las paredes de cemento. ¿Y aquella sombra que vio al final de la habitación? De repente Marcos sintió escalofríos. ¿Había sido un ente o simplemente un reflejo? ¿Estaba a salvo en este lugar?

Su primer día como celador no pudo empezar de mejor forma. Desde temprano, cuando llegó por primera vez al Hospital Barranquilla vestido con su uniforme azul y sus botas negras, sintió que algo lo observaba. No parecía la mirada de una persona, de esas que lo ponían nervioso y hacían que se sacudiera por dentro; era aquella sensación helada, frívola, a la que ya estaba acostumbrado. Desde niño sabía que podía ver fantasmas, pero siempre intentaba evitarlos.

El caer de la tarde indicaba el comienzo de su turno, por lo que eran un poco más de las 6:00 cuando relevó a su compañero. Su primera tarea, hacer la ronda por los pasillos del hospital, no le parecía traumática. Como celador ya estaba acostumbrado a estas cosas. Se acomodó la gorra, se amarró las botas y dio los primeros pasos dentro del edificio, que era tan viejo y tan espeluznante como se lo había imaginado.

Al Hospital Barranquilla lo conocen muchas personas por las historias que de él se cuentan. Que sale una monja, que los pacientes muertos vuelven al plano terrenal a asustar a los vivos y cualquier otra cantidad de cosas. Marcos, que sí había visto fantasmas, no le dio mucha importancia a esas cuestiones paranormales a la hora de aceptar el empleo. A fin de cuentas, como todos en este mundo, tenía necesidades y una familia que mantener. Pero, a pesar de la confianza que tenía en la sangre de Cristo y en su fe católica, sentía que algo lo observaba; unos ojos que vigilaban cada uno de sus pasos desde que entró al edificio.

Sin darle mucha importancia, Marcos continuó con su recorrido, observando con cautela y curiosidad lo imponente que le resultaba el hospital. Al fondo estaba una de las alas que estaban cerradas, por lo que -sin pensarlo mucho- decidió acercarse a echar un vistazo. Mientras caminaba, recordó con cada paso los comentarios de sus compañeros, que le habían advertido no acercarse demasiado a esos lugares de noche. 'Por allá asustan, pasan cosas raras', le había escuchado también a la gente. Pero Marcos no era ningún cobarde.

Cuando llegó lo primero que sintió fue frío, como si la temperatura ambiente hubiera bajado considerablemente. No había luz ni tampoco iluminación externa. Afuera, desde el pasillo, pudo observar que a los últimos rayos de sol ya se les acababa la fuerza. En la habitación no había nada, solo una camilla. Las paredes eran de cemento, sin pintura, y el suelo estaba destapado. Pareciera -pensó- que no se hubieran terminado las obras que en algún momento adelantaron. 

La camilla estaba en el centro de la habitación, que no era más que esas cuatro paredes y un salón conexo, ubicado detrás de una especie de marcos de madera en forma de ventanales. Al fondo, en la esquina que daba al otro lado de la puerta, todo estaba oscuro; tan negro como la noche, como un agujero negro a punto de tragarse la galaxia entera. Nervioso, Marcos volvió a recorrer con la vista la habitación, hasta que el chirriar de un sonido metálico lo hizo girarse hacia el mismo punto en el que se había concentrado minutos atrás.

Algo -o alguien- había movido la camilla. Ya no estaba recta, como la encontró cuando entró a esa habitación. Ahora estaba en diagonal, como si la hubieran empujado. No había sido algo sutil o un accidente. El movimiento era real, de varios centímetros hacia la derecha. Marcos dio unos pasos hacia el objeto, del que solo pudo detallar el colchón verde y delgado. Todo estaba en silencio; todo seguía oscuro. Marcos estaba solo. Nadie había podido moverla. Estaba seguro de eso.

En ese momento, cuando se acercó a la camilla, sintió nuevamente los ojos sobre sí mismo. Esta vez no estaban a su espalda, como se lo hizo saber su instinto cuando ingresó al hospital. Estaban justo en frente, detrás de los ventanales al fondo de la habitación. Dos puntos rojos, siniestros, que lo observaron sin compasión, directo hasta el último grano de racionalidad de su cerebro. Debajo de esos ojos se formó una sombra. Tenía el cuerpo blanco y la contextura como gaseosa, casi etérea. Marcos soltó un aullido mudo. Su garganta estaba helada. Intentó correr, pero las piernas no le respondían.

Desde aquel entonces ya han pasado varios años, y Marcos todavía es celador en el Hospital Barranquilla. Según cuenta, sigue viendo cosas, pero intenta evitarlas. No siente miedo de los muertos, pues -dice- muchos de ellos aún no han querido irse a descansar al cielo. Con su uniforme y sus botas todavía patrulla dentro del edificio: uno de los lugares, según dice la gente, más terroríficos de Barranquilla.