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Su mejor cliente le exigió que imprimiera 12 mil ejemplares de la revista, no los mil que cada tres meses le venía publicando en su empresa, Editorial Mejoras, de Barranquilla, que por cierto había fundado su padre en los años 30 del siglo pasado.

Claro que el asunto le interesaba. Sería su mejor negocio desde cuando asumió la gerencia, tres décadas atrás. Pero, ¿cómo iba a hacerlo?, ¿cuánto tardaría ese trabajo y cuánto le costaría?, ¿cuántos empleados debía contratar para imprimir como un millón de páginas, cortarlas y ordenarlas, en la forma artesanal, manual, que aún tenía entonces, en 2001?

'¡Es imposible!', decía. No obstante, compró una plegadora de segunda, solo que al primer intento rompió el papel y tuvo que venderla de inmediato. Estaba en un callejón sin salida. Por lo visto, su única opción era adquirir un equipo especializado, cuyo costo era exorbitante, o ceder el negocio a una firma bogotana porque en la región Caribe no había quien lo hiciera.

El cliente, entretanto, le reclamaba con insistencia. Y hasta se burlaba de sus disculpas, recordándole que si al dueño de un conocido supermercado local le pidieran no mil huevos sino doce mil para comprárselos de inmediato, los conseguiría como fuera…

La noche mágica. Un buen día, nuestro personaje, Rafael Salcedo, salió de su oficina, fue al gimnasio, regresó a casa para ver el noticiero de televisión y hacia las 7:30 p.m. se quedó dormido, cosa nada habitual en él. A las once de la noche, despertó. Apenas abrió los ojos, una idea, acaso descabellada, se le vino a la cabeza: 'Y si yo uno los pliegos sin cortar, ¿qué pasaría?'.

Llamó a su esposa; le pidió una resmilla de papel, lápiz, regla, tijeras…, y se levantó para hacer cientos de combinaciones, guiado por algunas operaciones matemáticas que aprendió en el colegio y en la Facultad de Economía de la Universidad del Atlántico, sin pegar los ojos hasta las cinco de la mañana. '¡Sí se puede!', gritó exaltado cuando amanecía.

Halló, pues, la solución al problema. Fue al taller, cogió los pliegos, los ordenó según la fórmula descubierta, y al final comprobó, con manos temblorosas y presa de la felicidad, que su experimento funcionaba y revolucionaría -pensaba- la industria nacida con Gutenberg a mediados del siglo XV, hace más de 500 años. ¡Él también era un inventor, nada menos!

Lo que más le complacía era atender las continuas exigencias de su cliente y seguirle entregando con tiempo, sin largas esperas ni graves incumplimientos, los doce mil ejemplares solicitados, además de fortalecerse y consolidarse en el mercado por su mayor eficiencia y productividad, factores claves del éxito en los negocios.

Sus competidores se preguntaban, sorprendidos, qué había hecho Rafael Salcedo para producir tanto de la noche a la mañana…

Trámites por décadas. Al año siguiente, en 2002, tuvo otra idea: patentar su invento. No imaginaba el viacrucis que le esperaba. Empezó a sospecharlo cuando un experto en el tema le cobró dos millones de pesos por su asesoría, al término de la cual, seis meses después, ¡tendría que iniciar un proceso por un valor estimado en $40 millones, cuando a él no le alcanzaba siquiera para pagar la nómina!

Desistió de su empeño hasta 2007 al encontrar por casualidad un aviso en algún periódico, según el cual buscaban al inventor del año en el país, ganándose como premio el costoso trámite requerido. 'Se me apareció la Virgen', pensó. Y aunque no fue el ganador, estuvo entre los diez finalistas de 385 inventos presentados, un reconocimiento de marca mayor.

Los organizadores del concurso le recomendaron pedir apoyo a la Superintendencia de Industria y Comercio, donde le cobraron $480 mil por estudiar su caso, con el compromiso de darle respuesta en seis meses.

'Sí es patentable', contestó al final la Superintendencia mientras le decían, de manera oficial, que su invento era novedoso, único en el planeta y con la debida aplicación industrial, condiciones básicas para darle la patente. ¡No se cambiaba por nadie ante tan grata noticia!

La dicha duró poco, por desgracia. A continuación le dieron un número en clave para cumplir numerosos requerimientos, al tiempo que una reseña de su invento (conocido como Método simplificado para impresión de libros) se publicó en la Gaceta oficial para ser vista en el mundo entero y recibir incluso la posible denuncia en otro país donde estuviera patentado.

Salió bien librado de esa dura prueba. En 2011, casi una década después de comenzar los trámites, la Superintendencia patentó su invento, destacando el original modelo matemático empleado, entre diversas innovaciones que él se niega a revelar para proteger no sólo a su negocio sino a nuestra industria editorial y al país.

Apoyo a inventores. Rafael Salcedo y sus hijos, también impresores, continúan disfrutando del invento que en poco tiempo será mejorado para conservar su pleno derecho de exclusividad por veinte años más, hasta mediados del presente siglo, al menos mientras alguna institución pública o privada lo adquiera para comercializarlo. 'No me paran bolas', admite con humildad.

Él, sin embargo, apoya ahora con entusiasmo la iniciativa de la Universidad Simón Bolívar, a través del Grupo de Investigación en Innovación y Tecnología al que pertenece, sobre la creación de un Centro de apoyo para el trámite de patentes, basado precisamente en su experiencia, como una clara expresión de la alianza entre empresas y centros educativos.

'Esto hay que hacerlo', concluye. Y subraya, tras recordar que Colombia es uno de los países con menor número de inventos en América Latina, su confianza en que tales actividades serán de gran ayuda para los inventores, quienes no pueden conseguir sus patentes por el exceso de requisitos y los costos elevados.

'El proyecto será muy conveniente para el país, en especial para la región Caribe', dice.

(*) Director Revista ‘Desarrollo Indoamericano’, Universidad Simón Bolívar