A Marlenis Rosario y tres de sus hijos, William, Diana y Adriana, la voz se les quiebra. Las lágrimas son incontenibles cuando recuerdan que detrás de dos tragedias hay otra: la de su hermana Johana, que mató a sus tres hijos; la de un presunto abuso sexual del abuelo a su nieta, y el desplazamiento forzado.
'Cuando a uno le dicen que le van a matar un hijo de uno, hay un dolor. Y uno se arriesga y no quiere que a sus hijos les pase nada', admite Marlenis, que habla con los ojos cerrados como si estuviera elevando una súplica.
Ese hijo es William, que en 2000 fue amenazado y declarado 'objetivo' por un grupo ilegal en la finca El Tesoro, vereda El Murmullo, cerca de Las Cajas en el municipio Tierralta (Córdoba), y de arrancárselo a la familia sino accedían a sus exigencias.
'Seguimos sufriendo', agrega William, el mayor de los hijos de Marlenis y Cipriano, el abuelo denunciado y detenido por orden de un juez en la Penitenciaría de El Bosque.
Los tres hijos se han reunido en una de las tres piezas hechas de madera, techo de fibrocemento y piso de arena, a unos 200 metros de la Ciénaga de Mallorquín, donde hace unos meses vivió Johana con sus tres pequeños, para contar que están unidos y quieren defender a Cipriano.
William enseña un video en su celular en el que se ve cómo Johana se mostraba alegre antes de irse a Palmar de Varela, donde acabó con la vida de sus hijos, Adbinadath y Luis, y su hija Kathy.
La ley del monte
Un grupo armado ilegal obligó hace 15 años a los Montoya Benítez a dejar su mayor patrimonio, la finca El Tesoro. Marlenis cuenta que vivían allí unas 25 familias, hermanos y primos, criados por su abuelo. Cada hogar tenía su predio en el cual cultivaban maíz, yuca, arroz, batata, ñame y criaban de gallinas y cerdos.
Después de seis años de extorsiones y amenazas, les exigieron que si no entregaban a William, tenían que irse o morir. 'Hay que vivirlo para contarlo. Fue grande. Llegaba el uno y el otro. No sé quién era guerrilla ni las autodefensas. Sí había una ley: la del monte. Trabajamos para también pagarles; darles comida y, si llegaban había, que ponerle almuerzos y entregar animales', contó él mismo.
Un día, incluso, Marlenis fue advertida por uno de los bandos que podían reclutar y llevarse a los niños de la finca. Johana era apenas una niña y Adriana estaba en su barriga, con tres meses de embarazo. 'Querían proceder y dije por qué. Llegó uno y me dijo: 10 o 20 minutos (para irse), si no quieren que los matémos'.
William, que escucha el relato de su madre, se quiebra en llanto. El presente vuelve. Dos gallos cacarean, dos perros enjutos pelean en el callejón que comunica a la calle y la Ciénaga. Se levanta un olor a orín revuelto con la brisa marina que entra por la entrada de la pieza, por la que pagan $50 mil de arriendo.
'Estamos los hermanos restantes que quedan de esta familia. Es mi hermana (habla de Johana). No puedo guiarla, no tengo el corazón negro. No le guardo rencor. Duele lo que le ha hecho a mi papá, que le han dado palo. Es inocente. Lo podemos probar nosotros los hijos. Si fuera un abusador no lo defendiéramos, ni estuviéramos contándolo. Soy de los que pienso que una persona, si la hace, tiene que pagarla', afirma William.
Lluvia y huida.
Un domingo de un aguacero tropical, espeso y con relámpagos, los Montoya dejaron su finca. Salieron a pie por una trocha rumbo al río Sinú, con lo que llevaban puestos. Adriana en los brazos y Marlenis con $500 mil en el bolsillo. Atrás quedaron 300 gallinas, 200 pollonas, pollitos, una manga de 25 cerdos, un mulo y un burrito.
En la orilla del río Sinú, con la madera de los árboles tirada de balsa, armaron una embarcación. William explica que esos troncos flotan, se enhebra y con unos caneles se arma una 'x' para poner un barrote en el medio y cinco o seis balsos. Los otros se utilizan para remar. La ‘nave’ les duró hora y media. 'Seguimos río abajo, mi papá y yo pensamos que íbamos a morir con Diana y Johana por un remolino, y en una curva gracias a Dios, salimos'.
Llegaron al mediodía a Tierraalta, de donde después pasaron a Caucacia (Antioquia), donde familiares de Cipriano los recibieron. Diana había hecho su vida aparte y llegó a Barranquilla, adonde llegaron las noticias del asesinato de cuatro primos hermanos de Marlenis, de entre 18 y 21 años. 'No creyeron en las amenazas', dice.
Durante cuatro meses, cuenta William, trabajó junto a su papá en minas de oro y ganaban unos $35 mil diarios. Pero la nostalgia de Cipriano por el campo y la pesca los llevó a Magangué, donde nació Adriana. En el municipio bolivarense, al pie del río Magdalena, Johana creció y vivio su adolescencia.
William llegó hace dos años al barrio Las Flores, en Barranquilla, donde consiguió trabajó en una empresa y sus padres se animaron a dejar Magangué con todos los nietos. William asegura que viven de lo que devenga como trabajador de oficios varios, de la pesca de Cipriano en la Ciénaga y la venta de galletas de su mamá. Marlenis cierra sus ojos y sentencia: 'Todo lo que nos ha pasado me tiene destrozada'.