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En video | Esquirlas de la memoria: dos años del atentado a la Estación San José

Las heridas físicas han ido sanando, pero en las víctimas quedan esquirlas psicológicas tras el atentado  terrorista del 27 de enero de 2018 en la Estación de Policía de San José.

El patrullero Álvaro Enrique Ríos Luna estaba en el centro del patio de la estación ubicada en el barrio San José. Veía a sus compañeros recibiendo las consignas para salir al turno y todo parecía estar bien. Eran exactamente las 6:43 de la mañana. 

Los patrulleros Márquez y Cano estaban cerca, también Ureña y otros 41 más. A su derecha e izquierda estaban todos ellos, con el mentón en alto, de espaldas a los tres muros que los guardaban y atendiendo las instrucciones que les daba el subteniente Chacón en aquel pequeño lugar. De repente, de la esquina trasera izquierda del patio sale Sebastián, su hijo. 

El pequeño se pasea por el frente de cada uno de los miembros de la estación. De haber dejado algún rastro, sus huellas hubiesen formado una línea recta que completaría el cuadrado imaginario. En ese momento, todos lo veían, pero solo Álvaro sabía lo que estaba a punto de ocurrir. Entonces, corre. Corre lo más rápido que puede y se lanza sobre el maletín. Entonces, explota y el patrullero Ríos  se despierta del sueño.

“Ese tipo de pesadillas son algo muy recurrente en las noches luego del atentado, por eso no puedo dormir y me toca estar medicado. Por esta fecha suele aumentar la dosis”, asegura Ríos, horas antes de que se cumplan dos años de uno de los pocos ataques terroristas que se han registrado en la historia reciente de Barranquilla.

Fallecidos por el ataque tuvieron un sepelio conjunto.

Un sueño real

De ese momento lo recuerda todo, por eso su sueño lo siente tan real. De hecho, lo único que —“gracias a Dios”— no ocurrió ese día, es que su hijo de entonces seis años se cruzara por el patio en el que explotaron las dos bombas que el ELN mandó a poner. Aunque, a diferencia de las escenas que crea su subconsciente, en la mañana del 27 de enero de 2018 no sabía lo que él y sus compañeros estaban a punto de vivir.

“Teníamos que estar formando a las 6:30, pero yo a las 6:00 de la mañana ya estaba ahí, listo para recibir instrucciones. Cuando fui a la fila para reclamar armamento me encuentro con Márquez y ahí empieza la recocha para molestar a Rhenals que pretendía pedir un permiso por haber hecho una captura por deserción”, narra el patrullero Ríos. 

Allí también se encontraba el patrullero Brayan José Ureña Guette, que llegó 15 minutos después que Ríos, pero que no tardó en unirse a la camaradería que caracterizaba a los patrulleros de Centro Histórico, pues, aunque no tenían una estación propia, se sentían en casa en cada lugar al que llegaban para formar. 

Explicó que esto se debía a que la estación desde la que operaban los patrulleros de Centro Histórico se había convertido en una sede administrativa y, hasta hoy, no les han asignado una nueva sede. Por ello formaban en la estación del barrio San José. A fin de cuentas, todos eran miembros de la Policía Nacional de Colombia.

Así, con armamento en mano, Ríos, Ureña, Márquez, Rhenals, Cano y los demás patrulleros se dirigieron al patio para seguir bromeando unos minutos antes de formar. Incluso, el capitán de la Estación Centro Histórico se les unió con un par de comentarios y una carcajada por el permiso que Rhenals no alcanzó a solicitar.

Ese, para ambos, fue el preludio de la cruel sinfonía que después hizo trizas sus tímpanos y los dejaría con un pitido incesante, pero agradecidos, porque, de aquellos cinco camaradas, solo Ríos y Ureña sobrevivirían para contar la barbarie de la que fueron víctimas.

Brayan Ureña Guette fue uno de los sobrevivientes.

“Cuando nos pusimos serios, el comandante felicitó a los patrulleros López y Cano por haber hecho capturas fuertes con orden judicial. Resaltaron su labor para que los demás siguieran el ejemplo, pero, en cuestión de segundos, desaparecieron. Fueron los primeros en morir por la explosión”, cuenta, sin poder sostener la mirada en el lugar del que había despegado su cuerpo con el estallido de los dos artefactos, con las manos temblorosas y los ojos brillantes intentando contener las lágrimas. 

El olor a sangre caliente, a carne quemada, era fuerte y se mezclaba con partículas de pólvora y concreto que estaban suspendidas en el aire, rememora Ureña, como si volviera a ese momento. 

La detonación había dejado una espesa nube de humo negro que se disipó segundos después y tras el aturdimiento y, solo entonces, ambos percibieron la sordidez del momento.

Ríos quedó tendido en el suelo, pero cuando se reincorporó, vio una mirada que lo llamaba sin necesidad de emitir sonido alguno. 

“Eso no se me va a olvidar nunca porque yo me estaba reincorporando y él se arrastró y me miró con esa mirada de ayúdame. Después baja la cabeza y bota sangre por la boca. Yo lo vi, pero cuando giré mi cabeza a la derecha vi a compañeros que estaban más graves y corrí hacia allá”, cuenta señalando el lugar desde una distancia prudente como para evitar entrar en una crisis nerviosa. 

“Toqué a varios compañeros que pensé que estaban muertos y busqué a otro. De hecho, yo aparezco en una fotografía, tomada desde arriba, cargando a un compañero que me decía que no lo dejara ahí. Pero en ese momento no sabía qué hacer, quedé solo junto a otro compañero”, asegura Ríos.

Brayan Ureña conserva fresco el mismo recuerdo. Asegura que su primera reacción, tras verificar su integridad, fue salir corriendo con su arma de dotación en la mano, preparándose para lo que, pensó, sería una emboscada.

“Creí que llegarían a rematarnos. Las bombas no tuvieron el efecto que ellos esperaban, ellos querían matarnos a todos, por eso yo me levanté con mi pistola para estar listo, sin importar todas las heridas de esquirlas que tenía en mis piernas”, dice Ureña.

Pronto, tanto Ríos como Ureña fueron rescatados por paramédicos, quienes les atendieron las heridas causadas por restos del artefacto explosivo incrustadas en sus cuerpos; sin embargo, hoy deben lidiar con las esquirlas que en su memoria les dejó el atentado que se cobró la vida de seis de sus compañeros: Fredy De Jesús Echeverría Orozco, Yosimar Márquez Navarro, Fredy De Jesús López Gutiérrez, Yamith José Rada Muñoz, Anderson Cano Arteta y Willy Savier Renalhs Martínez.

De civil

Desde aquel día, Álvaro Ríos no ha vuelto a pisar el patio en el que ocurrió el atentado, a pesar de que sigue siendo miembro de la Policía. Las restricciones físicas que le dejó el bombazo fueron pocas, pero psicológica y emocionalmente tiene muchos limitantes. 

“Estar aquí y mirar hacia allá (lugar del atentado), recordar ese momento, es doloroso. Quiero recordar a mis compañeros vivos y alegres, porque, más que compañeros, éramos amigos; entonces verlos ahí me llena de tristeza, pisar ese lugar me da dolor porque yo levanté a compañeros que estuvieron en el piso”, asegura Ríos.

Explica también que esa inestabilidad emocional con la que hoy lidia inició desde que se encontraba en etapa de recuperación.

“Yo intenté ayudar a mis compañeros, pero siento que me quedé corto. ¿Qué haces tú en eso? ¿Qué haces para evitar toda esa situación? Me hice muchas preguntas cuando me estaba recuperando de las heridas y sentía de todo. Rabia, dolor, impotencia”, explica.

Esto no solo le ha impedido pasearse por el patio de la Estación San José, donde trabaja, sino que desde el 27 de enero de 2018 no ha podido volver a utilizar el uniforme de la Policía que caracteriza e identifica a los miembros de dicha institución, pues este era el mismo que llevaba cuando se convirtió en una víctima del terrorismo.

“No puedo verlo. Aunque esté limpio y lavado, veo la sangre de mis compañeros ahí, la veo. Veo los hoyos de las esquirlas y me pongo mal”, confiesa, argumentando que esta es la razón por la que hoy, siendo aún patrullero, viste de civil.

Sobre las lesiones, cuenta que le quedaron esquirlas en todo el cuerpo. 

“Se me reventó el tímpano en el oído izquierdo y me lo tuvieron que operar, ahora no escucho bien por ese oído. A raíz del atentado me vinieron problemas de azúcar y ahora soy diabético, pero las secuelas psicológicas son lo más difícil. Ver las noticias y recordar la historia es muy duro y empieza a entristecernos a los 13 que trabajamos todavía en esta estación”, detalla. 

“Seguir aquí con mis compañeros, que de otra forma siempre hablamos de lo que pasó, hace que compense la tristeza cargándome de trabajo. Ese ha sido como el contrapeso para no perder el equilibrio. Tengo compañeros que se han remitido a clínicas de reposo, que se deprimen demasiado o a veces se tornan violentos. Hay momentos buenos y momentos tristes, no hay malos porque en esta estación son muy buenas personas, pero sí hay momentos tristes”.

Asimismo, dice que ya no siente rabia contra los responsables del atentado, pues para él lo más sano, física y emocionalmente, es tratar de estar tranquilo.

“Ellos verán si quieren vivir con ese odio a la humanidad, porque demostrar fuerza matando a otras personas, para mí, no es fuerza”, manifiesta. 

Tras el atentado la comunidad hizo un altar allí.

Adiós, Ureña

Por su parte, después de 24 meses, las heridas físicas  de Brayan Ureña han sanado y lidia con las emocionales. Pero la realidad es que después de haber sido enaltecido como un “héroe” de la patria que sobrevivió al horror de unos cuantos infames que se jactan de poder matando seres humanos, la Policía Nacional prescindió de sus servicios tras encontrarlo “no apto mentalmente” para continuar con sus labores al interior de la institución.

“Me reincorporé seis meses después, pero en funciones administrativas y no operativas. Luego de un año y medio laborando así, me salieron con que yo no estaba mentalmente apto para continuar. El psiquiatra estableció que yo padezco estrés postraumático y es apenas lógico, porque lo que yo viví no fue cualquier cosa”, dijo el ahora expatrullero.

Ureña fue sometido a una junta médica para ser reubicado dentro de la misma ciudad; sin embargo, a su consideración, fue mal evaluado, por lo que hizo uso de un derecho que tienen al interior de la institución y es el de apelar el resultado.

Una vez interpuso el recurso, su proceso pasó a ser considerado en el Tribunal Médico de Revisión de Policías y Militares en la ciudad de Bogotá, pero lejos de encontrar una cura para su mal, se halló un portazo en la cara.

“Me despidieron. Pero lo que más tristeza me causó es que quien firmó mi destitución es el general Óscar Atehortúa, director general nacional de la Policía. Cuando pasó lo del atentado él era el director de sanidad a nivel nacional, y él nos visitó a todos los que quedamos heridos y nos dijo que no nos preocupáramos, que íbamos a tener el acompañamiento de la institución, que no estábamos solos. Mira cómo es la vida, ahora fue quien firmó mi salida. Los 12 años que yo le entregué a la Policía no valieron para nada”, lamentó.

El expatrullero Brayan José Ureña Guette es el segundo sobreviviente que ha sido destituido de la Policía Nacional. El año anterior Víctor Carpintero fue retirado; sin embargo, su proceso inició antes de los hechos que aquí se conmemoran.

A pesar de todo esto, tanto el expatrullero Brayan Ureña como el patrullero Álvaro Ríos viven recordando a sus seis compañeros de estación fallecidos como héroes cuyas historias no deben ser olvidadas, pues hacen parte de un hecho que, aunque lamentable, marcó a Barranquilla y al Atlántico.

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