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Para que el tránsito de los muertos hacia el más allá no sea tan infernal, cruel y desgastante, un camino que puede durar cerca de una semana, nueve días y hasta un par de meses, dependiendo a quien se le pregunte, un par de vasos y tazas con agua han sido clavados en la tierra ‘maldita’ donde sus cuerpos desaparecieron. El objetivo es que sus almas puedan hidratarse cuando se sientan cansadas y, en este caso en específico, según la añeja tradición, puedan sofocar las llamas que se encuentran en la ruta. El líquido se ensucia y disminuye con el pasar de los días. Se piensa que es porque los muertos lo toman con las manos calcinadas y algunos restos de la piel caen a los recipientes, una fe a la que se aferran algunas personas para ayudar en el ‘viaje’ del adiós a sus seres queridos.

La vieja creencia (ofrenda a las ánimas) sigue intacta, sobre todo en aquellas madres y abuelas de avanzada de edad que no dejan de tener pesadillas con el pasado 6 de julio, un día que sigue clavado en su memoria, que las destroza por dentro, que las sume en un profundo estado depresivo, que las atasca en un dilema al pensar en actos suicidas y que las atormenta hasta hacerlas perder la conciencia cuando piensan en que sus seres queridos están gritando desesperados al ser derretidos – de nuevo– por una enorme bola de fuego, en un limbo constituido entre el kilómetro 45 y 46 de la vía Barranquilla-Ciénaga.

Un mural colorido de nueve metros de ancho y casi tres metros de alto se ha erigido –en forma de homenaje– en la zona cero del mortal accidente. Ya no hay restos de pimpinas, zapatos quemados y camisetas desgastadas. Ahora hay flores enterradas y un enorme ojo azul del cual brota una lágrima, acompañado por una mano, unas palomas y un par de frases sentidas con los rayos del sol muriendo sobre el mangle de la Ciénaga Grande de Santa Marta.