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En una de sus tantas y sabias conferencias, el gran escritor y humanista mexicano Alfonso Reyes se refirió a la crítica, de manera certera, como a '…esta aguafiestas, recibida siempre (…) recelosamente y con las puertas a medio abrir'.

Hablaba de la crítica literaria, pero sus palabras pueden perfectamente hacerse extensivas a todo género de crítica. Y esa condición de ‘aguafiestas’ que sin duda caracteriza este tipo de ejercicio de la razón, se debe, según lo explicaba más adelante el propio Reyes, al hecho de que la crítica 'todo lo ha de contrastar, todo lo pregunta e inquiere, todo lo echa a perder con su investigación analítica'.

Es comprensible que, como una primaria reacción espontánea, toda persona se disguste cuando sus palabras o sus actos resulten blanco de la crítica. Pero es de esperar que si tal persona posee una inteligencia y un carácter debidamente cultivados, asumirá aquella, en una segunda instancia, con una actitud distinta, lejos de los arrebatos e impulsos destemplados propios de la simple emotividad, y sopesará, en cambio, con una disposición racional, el valor de los juicios que se le formulan, a fin de ver si le sirven para corregir o mejorar sus ideas o sus obras. Máxime si dicha persona es una figura pública.

Una de las primeras cosas que deben saber las figuras públicas es que el solo hecho de serlo implica estar expuesto a la crítica y que, si no aprenden a manejar esta con sensatez y ecuanimidad, no estarán nunca a la altura que exige su posición. Este principio se vuelve un imperativo categórico cuando la figura pública es un gobernante, ya que este posee una clase de poder tan efectivo, contundente e inmediato —el político— como no lo posee ninguna otra persona.

Más aún, el adoptar o no esta disposición de apertura y tolerancia frente a la critica marca la línea que separa la tiranía (o su forma menos severa, el autoritarismo) de la democracia. En un régimen democrático (que, a veces hay que recordarlo, es la forma de gobierno que se supone corresponde al Estado colombiano) es una obligación constitucional del gobernante permitir el ejercicio de la crítica a su tarea por parte de la ciudadanía, ya que constituye una de las manifestaciones de la libertad de expresión.

Incluso, el buen gobernante se caracteriza no solo por no imponer censura alguna a la crítica, sino por estimularla y crear el clima más propicio para que ella prospere, pues ello conlleva una participación activa de sus gobernados en su gestión pública, participación que resulta necesaria para que sus decisiones sean siempre las más objetivas y, en consecuencia, las más convenientes para el bien común.

Por eso, acallar la crítica mediante el empleo de métodos non sanctos, revela falta de talante democrático, de espíritu dialéctico y, en fin, de grandeza humana. Y los resultados serán los peores, pues en tal caso, como diría un conocido poeta colombiano, la única crítica será la situación.

Joaquí Mattos
joamattosomar@hotmail.com