El Heraldo
Cinco mujeres desde diferentes campos de la ciencia hablan de sus experiencias.
El Dominical

Mujeres que reivindican la ciencia en el Caribe

Desde diferentes áreas de desarrollo científico, estas investigadoras ponen su conocimiento al servicio de la humanidad. Hoy, El Dominical les rinde un homenaje.  

Ingeniería, movilidad y la inclusión de las mujeres en el campo de la investigación
Rita Peñabaena. José Luis Rodríguez

Los pasos de Rita Peñabaena se sienten en todo el octavo piso del bloque K en la Universidad del Norte. El sonido de sus tacones hace que las personas que estén cerca busquen —con curiosidad—de dónde proviene la cadencia de ese caminar fuerte y decidido.

Rita aparece con una sonrisa, vistiendo una camisa azul rey, una falda negra plisada,  zapatos altos del mismo color y perfectamente maquillada. Se sienta en su escritorio. A su lado, en un tablero en la pared estaba escrito el mensaje: «Es nuestro deber enseñarle a las nuevas generaciones que STEM también es para las mujeres. Por eso yo digo ‹each for equal› (cada uno por igual)»  . 

Es ingeniera industrial, doctora en Ingeniería Civil e investigadora Senior de Conciencias. Su especialidad está relacionada con la movilidad, el transporte y las líneas de señalización en las carreteras. 

Cuando era niña le gustaban los juguetes que se podían armar. Desde pequeña sintió el llamado de la investigación al querer saber el por qué de las cosas. Más adelante, en la universidad se dijo: «soy buena en esto». Desde ahí, empezó a responder sus primeras preguntas científicas. 

Una de sus principales misiones es trabajar desde la academia para qué más niñas se interesen en las carreras STEM Science, Technology, Engineering and Mathematics, cuyo porcentaje en mujeres que ingresan a la educación superior todavía es muy bajo. Rita observa con preocupación que en el mundo solo el 30% de los investigadores en ciencia y tecnologías son mujeres.  En ese sentido, uno de sus propósitos es reivindicar el trabajo de las mujeres en la ciencia como un elemento indispensable para  profesiones que buscan prestar conocimiento al  servicio de la humanidad. 

 «Visitamos colegios para hablarle a las niñas porque los que estudian carreras STEM son, en su mayoría, hombres y la participación de las mujeres es muy baja. Estudios han demostrado la importancia de la participación de las mujeres en estos campos», dice. 

Para Rita, muchas de las niñas que aspiran iniciar sus estudios superiores piensan que carreras como Ingeniería Mecánica es cosa «de hombres». Un problema que para ella está en la mente por barreras de género impuestas en la sociedad pero que no son reales. “Hay muchos prejuicios. Si es niña no puede ser inteligente o debe orientarse a carreras relacionadas con el cuidado. Más aún si es bonita porque en el imaginario las científicas deben ser feas. Esos son solo estereotipos». 
«Trabajo esta iniciativa de un  proyecto internacional patrocinado por Erasmus, la Unión Europea y participamos 10 universidades latinoamericanas y 5 universidades de Europa con la idea de crear sinergias, mecanismos para orientación de niñas en estas áreas. Les contamos historias de mujeres que un día fueron como ellas y más tarde tuvieron éxito en sus carreras». 

Rita es soltera y no tiene hijos.  Su hija es la ingeniería y los proyectos científicos que lidera junto a su equipo, además de sus muchos estudiantes, a los que en cada clase busca sembrarles un poco del conocimiento adquirido en todos sus años de investigación. 

Un trabajo por la naturaleza en entornos urbanos
Maritza Duque, docente del Departamento de Química y Biología y coordinadora de Ecocampus. José Luis Rodríguez.

Maritza Duque llamaba la atención mientras caminaba por el campus. Miradas curiosas la observaban intentando descifrarla, pero su atención estaba puesta en los letreros que marcaban  las zonas verdes de la Universidad del Norte desde la entrada. Un sendero de bosque seco tropical que describe especies de árboles que rodean el espacio.

Vestía un pantalón ancho con estampados y mándalas, una camiseta negra, un turbante  fucsia y botas de campamento. «Si siguiéramos este recorrido tardaríamos hasta ocho horas en verlo completo», manifiesta Duque, docente, investigadora y Coordinadora del proyecto Ecocampus Uninorte.

Su sonrisa alegre se tropezaba con la mirada de estudiantes o docentes a quienes saludaba a lo lejos, o con los que, en ocasiones, se detenía a hablar animosamente con un acento que ponía al descubierto con simpatía sus orígenes capitalinos. 

Cuando estaba en la escuela se sentía atraída por el tema ambiental.  Al llegar a la Universidad Nacional, donde estudió Ingeniería Agrónoma, 
Maritza se encontró de frente con una realidad de la industria: la producción a gran escala con productos químicos. Su conmoción por los efectos que producen en el medio ambiente le llevaron a tomar el camino contrario. Más tarde, hizo un magister en Ciencias Ambientales, otro en Cambio Global y tiempo después se doctoró en Tecnología Ambiental y Gestión del Agua.

«Estoy en contra de los productos químicos y a favor de algo que se llama la agricultura social, una posición política en que las personas producen sus alimentos con lo que hay en el entorno».

Para ella, «las ciudades pueden ser de los grandes éxitos del siglo XXI». Pero también han «generado que los vínculos del ser humano con la naturaleza se rompan». 

 «Cada vez más nos convirtamos en una sociedad pantallodependiente. Hemos dejado ver por la ventana de la naturaleza para ver por la ventana de los celulares. Lo que hace que queramos consumir más y sobreexplotemos los recursos. En las ciudades, muchas veces, no somos conscientes de que después de usar eso que consumimos generamos múltiples contaminantes», explica Maritza, quien encontró en esa problemática su forma de hacer ciencia aprovechando las áreas verdes y tratando de reconectar a las personas con la naturaleza.

«Aquí en la Universidad tenemos espacios en los que no solamente podemos conocer sobre biodiversidad, sino también interactuar con ella. Hacemos prácticas de agricultura urbana, de propagación de mangle, de siembra de especies vegetales y tenemos un observatorio de aves».

Pasión por los números y la enseñanza
Karen Flórez espera mayor inclusión en la ciencia.

Karen Flórez Lozano es la primera mujer directora del departamento de Matemáticas y Estadística de Uninorte. Su investigación ha permitido crear modelos de estadísticas que explican el comportamiento de algunas enfermedades —como el zika— e incluso problemas de índole social como la violencia de género.  Nació en el barrio Olaya. Estudió la primaria en el colegio María Auxiliadora donde tuvo su primer contacto con las matemáticas. 
Después estudió el bachillerato en La Normal de Sabanagrande, donde se dio cuenta que no solo las «entendía y le iba muy bien»,  también descubrió que su gran pasión era enseñar. 

Karen se licenció en Matemáticas y Física en la Universidad del Atlántico. Cuando ingresó eran al menos 40 hombres y solo cinco mujeres, grupo que se fue reduciendo por la presión de la carga académica. 

Es consciente de que en su área de investigación las mujeres son muy escasas porque la misma sociedad  a veces les hace pensar que no son capaces. 

«Nos enfrentamos a prejuicios pero uno debe demostrar con los hechos», dice la mujer de 40 años. Karen se especializó en estadística, hizo una maestría en Estadística aplicada y más adelante se ganó una beca de la Fundación Carolina para hacer un Ph.D en Estadística y Optimización en la Universidad de Valencia, en España.  Mientras hacía el doctorado quedó en embarazo y experimentó la mezcla de la maternidad con la exigente carga académica. 

«El reto es mantener el equilibrio». Para ella, hay cada vez más niñas estudiando carreras como la física y las matemáticas. Lo cual le emociona porque encuentra en ese interés un acto de reivindicación de las mujeres en espacios en los que en un tiempo fueron excluidas. 

«Este semestre pensé que quería volver a estudiar al conocer tantas niñas brillantes y hermosas. Muy pronto, nuestro papel en la ciencia será más incluyente y participativo». 

Música y química en el ADN de una científica
Nataly Galán, investigadora de Unisimón.

Nataly Galán usaba una bata blanca. Tenía el cabello recogido en un tomate y unos enormes lentes de aumento que ocupaban casi la mitad de su rostro. Analizaba muestras en su ‹templo›, el laboratorio de genética de la Universidad Simón Bolívar, en el que integra el Grupo de Investigación en Genética (G=I=G). La mujer, de 34 años, supervisaba el trabajo que desarrollaban estudiantes de doctorado junto a su esposo, Leonardo Pacheco Londoño,  quien como ella se doctoró en Química a través de la Universidad de Puerto Rico.

«Desde pequeña mezclaba cosas. Jugaba haciendo experimentos. Mis padres no me limitaron. En el colegio, un profesor me hizo descubrir la química. Cuando pude ir a la Universidad apliqué a Química Pura en la Universidad de Cartagena», cuenta. 

Además de la ciencia tiene otra afición: la música. Nataly nació en Soledad. Es bisnieta de Pacho Galán y en un tiempo perteneció a la orquesta del excelso arreglista y compositor soledeño que le enseñó a cantar, bailar y vibrar al son del merecumbé.

«Estuve en la orquesta por nueve años pero me fui para Puerto Rico a estudiar mi doctorado». 

Quedó embarazada y tuvo lo que ella y su esposo denominan su « gran experimento», una pequeña por la que afirma que ser madre «es lo más duro de ser mujer científica».  «Cuando supe de mi embarazo tuve que dejar de hacer experimentos con materiales peligrosos y solo me dedicaba a escribir informes».

Para ella, el papel de las mujeres en la ciencia es mucho mayor que en años anteriores a pesar de qué reconoce que aún falta recorrer un largo camino para la equidad.  «Ahora hay más posibilidades pero todavía existen estereotipos. Si a mi hija le gusta un juguete de niño trato de que lo tenga para que desde pequeña aprenda que el género no es un impedimento para lograr sus sueños”, manifiesta Nataly para quien ser madre, esposa y científica es la evidencia de que las mujeres «podemos con todo».

Ciencia entre plantas, estudios y maternidad
María Cristina Martínez, botánica.

A María Cristina Martínez de pequeña le gustaban las plantas. Era una niña tímida y en lugar de jugar con sus primos prefería tomar una flor y abrirla como intentando descubrir qué tenía por dentro.  Esa historia que según ella suena  «romántica» describe cómo nació su interés por la ciencia. Cuando pudo decidir a qué quería dedicarse se inclinó por la pasión que sentía por la naturaleza y escogió estudiar Biología en la Universidad Nacional de Bogotá, donde nació.
 Tuvo tres hijos, Juanita, Sofía y Simón. Entre teteros, pañales y la premura que tiene una madre concluyó con éxito sus estudios de maestría. Más tarde, ganó una beca para hacer un Ph.D en Claremont Graduate University, donde se doctoró en Botánica. 

Conocía Barranquilla por noticias sobre «arroyos o el Carnaval», pero, sus estudios en biogeografía del Gran Caribe le atrajeron a esta tierra caliente donde encontró un hogar después de trasegar por el mundo para consolidar su carrera.  

Su madre fue maestra de escuela. Al verla impartir sus clases sintió afinidad por la docencia. Esa por la que  hoy ejerce como directora del departamento de Química y Biología de la Uninorte. Para ella, el papel de las mujeres en la ciencia es indispensable y aunque en la actualidad hay un mayor acceso, su presencia sigue siendo limitada.  «Hay lugares de gran desbalance. 
Hacemos ciencia rigor y disciplina. Las mujeres son quienes crían generaciones de profesionales y eso tiene que ver con una filosofía de enseñanza», dice la especialista en plantas Burseraceae, quien tiene cuatro registros de especies. 

Usa el cabello muy corto, con unas pocas canas que empiezan a asomarse prematuramente —a sus 46 años—. El laboratorio es como su hogar, pero su hogar es su paraíso, pues allí comparte con sus hijos: sus seres de luz. Hoy, 40 años después, sigue observando el interior de las plantas y flores. Esta vez con un microscopio para generar conocimiento. 

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