Incapaz de aceptar un fracaso electoral, mucho menos uno personal, el expresidente que se define como “la persona más inocente de la historia” o víctima de una “persecución política del más alto nivel” se frota las manos ante su imputación. Poco le importa si ataca una vez más la estabilidad institucional o vuelve a poner a prueba la democracia en un país totalmente dividido, que él mismo con su constante movilización de la extrema derecha vociferante ha instigado a radicalizar.
Editoriales
Se equivoca el Ejecutivo al pasar por alto las reglas del debate político que bien conocen el mandatario, su ministro del Interior y el presidente del Congreso. Meterse autogoles a esta altura del partido o lanzarse piedras a su propio tejado es contraproducente. Sobre todo, porque las mayorías en el Legislativo se han empezado a resquebrajar con celeridad. De modo que si lo que buscan es darle oxígeno a una reforma de la salud viable, con base en lo construido hasta ahora en las mesas de concertación entre el Ejecutivo y sus aliados, tendrán que sumar en vez de restar respaldos. No es tan complicado de entender. ¿Con quién hacerlo, entonces?
Los periodistas de El Heraldo, víctimas de esta presión indebida e injustificable, por la forma y el fondo como se registró, alzamos nuestra voz de protesta. Este reclamo no es un relato periodístico ni una queja sin sentido. Lo que pasó lo valoramos como una inaceptable pretensión de coartar nuestra libertad e independencia, así como un intento de marcar agenda. Fueron momentos de zozobra. Pero altivamente seguimos adelante sin concesiones al crimen organizado, peligrosamente tolerado en distintos frentes. Eso sí, exigimos garantías al Gobierno nacional y a las diferentes instancias gubernamentales competentes en materia de seguridad y protección ciudadana.
La responsabilidad de preservar el patrimonio de una ciudad no es exclusiva de los gobiernos, les compete a todos los ciudadanos contribuir, de acuerdo con su participación en la historia de los bienes muebles e inmuebles que edificaron la historia del territorio en el que habitan.
Sin voluntad política, fuertes medidas administrativas o recursos considerables que lo cambien todo, se seguirán dando pasos en falso. Dentro o fuera de las cárceles, el crimen no se puede tolerar. Vivir con miedo no tiene sentido porque equivale a concederle soberanía a la delincuencia, lo que a la larga debilita al Estado. Sin seguridad, derecho fundamental —no nos cansamos de señalarlo— no hay libertad ni democracia.
Los comerciantes de San Roque y Chiquinquirá, solo por mencionar un par de sectores, supervivientes de sus largos tentáculos, temen por sus vidas. ¿O es que los inquilinos de la Casa de Nariño no reciben aún los reportes de los asesinatos que a diario se cometen por cuenta de los coletazos de las extorsiones ordenadas por este sujeto y cobradas a sangre y fuego por sus compinches? Sin un Estado fuerte que haga respetar el imperio de la ley ni soluciones definitivas, la zozobra nunca se irá. ¿Por qué nos someten a vivir así, entre la espada y la pared?