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El muelle de Puerto Colombia quedó, ahora sí, partido en dos. En la madrugada del viernes las olas mandaron al fondo del mar un tramo de 60 metros; la última dentellada a la histórica estructura desde que se empezó a desmoronar irrefrenablemente. Su paulatina caída empezó el 7 de marzo de 2009, y ni uno solo de los anuncios que se hicieron desde entonces se ha materializado.

Lo único cierto para la vieja pasarela que vio entrar el progreso de Barranquilla y Colombia ha sido la fiereza del mar, embravecido por cada nueva temporada de brisas, y la desidia campante que lo ha mantenido en el vagón trasero de las prioridades de distintas administraciones públicas.

Desde que el mar le arrancó un primer pedazo de 200 metros han pasado siete años. Los restos de esa obra de ingeniería que alguna vez deslumbró al mundo, como la más larga en su tipo, se han ido perdiendo de forma lenta pero incontenible. En distintas arremetidas, el mar ha cobrado 450 metros de los más de 1.219 que alguna vez alcanzó a tener.

A modo de mito moderno, los vientos han surgido cada vez como la explicación que esgrimen los encargados de turno para justificar el desastre. Al atribuir la situación esencialmente a un fenómeno ambiental se soslaya la enorme responsabilidad que recae sobre la gestión pública y la acción humana, o en este caso, la inacción.

El muelle no ha quedado sepultado por las olas. Estas hicieron la tarea, pero las causas de lo sucedido son otras, vienen desde muy atrás y se mantienen vigentes hasta hoy. El muelle ha quedado sepultado por el abandono, y no solo de uno o dos funcionarios. Lo cierto es que hay responsabilidades en su caída, y las sigue habiendo. La culpa no es del mar.

Ahora la antigua casilla de registro está totalmente aislada, mucho más lejos de la mirada de los turistas y de cualquier posibilidad de recuperación.

La lenta muerte del Muelle es una derrota para la sociedad civil en general, pues demuestra que desde distintos sectores no hemos sabido precisar, dimensionar y reconocer cuál es el valor que entrañan esas ruinas.

Debajo del mar quedó el papel que jugó en la construcción de la identidad nacional.

Alguna vez fue el mayor símbolo de la pujanza y el esplendor del Caribe. Luego, un emblema turístico que atraía familias enteras desde distintas partes del país. Ahora sigue siendo un símbolo, pero se ha invertido su significado. Es un símbolo de la dejadez institucional, de la indolencia y del triunfo de la anulación de la memoria.

Aún hoy, partido en dos, es un monumento que atrae turistas y cuyo potencial se mantiene absolutamente desaprovechado. Como se ha visionado desde distintas iniciativas, podría ser explotado a otro nivel con una adecuada inversión y operación.

Pero hay razones para el pesimismo. Poco se puede hacer ya por sacar los pedazos que quedaron en el lecho marino. Ojalá sean aprovechados por los peces como una gigantesca barrera de coral.

Solo queda reclamar que se proteja lo que queda. Que los nuevos anuncios de intervenciones se hagan verdaderamente efectivos, y que con el paso de los días no se vuelvan a desvanecer como las olas en la arena, que van y vienen.