
La ironía de La Guajira
Es inconcebible que sigan muriendo niños por desnutrición en una región que le produce a Colombia tanta riqueza. Un drama que requiere una intervención más eficiente, más allá de que sean 5.000 o 294 las víctimas.
El presidente Juan Manuel Santos aseguró ayer que en La Guajira no han muerto 5.000 niños por desnutrición –como han afirmado líderes locales y algunos medios–, sino 294.
Al oficializar la entrega de 100 nuevos pozos de agua y un centro nutricional que se propone beneficiar a 7.000 menores de la etnia wayuu, Santos dijo que las cuentas no les dan a los entes oficiales. De haber un subregistro –agregó, citando al Dane– la cifra podría subir a 452 niños en ocho años.
El debate aparentemente lo prendió el entonces director de Planeación de La Guajira, César Arismendy, quien el año pasado interpuso una tutela contra el Estado colombiano para exigir la protección de los derechos de los niños de La Guajira, particularmente de los asentamientos indígenas.
Según las estadísticas que presentó el exfuncionario, entre 2008 y 2013 murieron 4.171 niños menores de cinco años, 278 de ellos por desnutrición; 1.202, mientras estaban en el proceso de gestación, y 2.691 a causa de patologías que se habrían podido tratar si los sistemas de salud regionales actuaran a tiempo.
La discusión, sin embargo, no se puede centrar en un número.
Si bien hay que reconocer los esfuerzos que está emprendiendo el Gobierno Nacional para resolver los problemas estructurales de abastecimiento en la zona, insistir en la diferencia matemática se puede interpretar como una reducción del problema, porque –como el mismo Santos dijo después– así sea un solo niño el que muera por desnutrición, se trata de una vergüenza y una tragedia para un país y una región, cualquiera que sea. Con mayor razón si hablamos de un departamento que, como La Guajira, tiene muchas fuentes de recursos económicos y que recibe, al mismo tiempo, regalías por grupos multiétnicos, y la producción de gas, carbón y sal.
Entre 1995 y 2010, cuando todavía regía la ley de regalías directas, percibió alrededor de $4 billones, el 10% de todos los recursos generados por ese concepto en el país. Y a partir de 2012, cuando el Gobierno decidió asignar los recursos de acuerdo con los proyectos que presentaran las regiones, obtuvo aprobación por $782.122 millones, que se distribuyeron entre los municipios de Maicao, Uribia, Urumita, Hatonuevo, Barrancas, Albania, Dibulla, El Molino, La Jagua del Pilar, Distracción y Fonseca.
Una conclusión que se deriva de esta lectura básica es que el Departamento ha tenido dinero suficiente para acometer soluciones de fondo, a ese y otros problemas, a partir de las tributaciones que han hecho las compañías que explotan la riqueza de su suelo y los reconocimientos de Estado a su carácter pluricultural.
Sería conveniente, en tal contexto, que los mismos guajiros realizaran una evaluación a su dirigencia para determinar en qué se ha invertido esa plata, en función de las prioridades sociales que, como esta, son indiscutibles. Pero la posible carencia de una gestión regional adecuada para ejecutar los recursos no excluye a la Nación de la cuota de responsabilidad que le cabe, ni es argumento para la ausencia de una mayor actuación, más ajustada a sus necesidades. La Guajira merece un mejor destino, y un acompañamiento real para lograrlo.
Sean 5.000, 294 o 252, estamos al frente de una crisis humanitaria, que reclama un mayor liderazgo del Gobierno para evitar que los niños sigan muriendo en una región donde la riqueza, por ello, se ha vuelto una ironía.
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