
Cuando la violencia suena
Si bien los picoteros deben acatar las restricciones que establece el Código de Policía, las autoridades deben atacar las causas estructurales de la inseguridad, y propiciar códigos de convivencia pacífica en el marco de una estrategia de cultura ciudadan
El homenaje que la semana pasada le tributó el Carnaval de las Artes al picó sirvió para reencontrar a los habitantes de la ciudad con esta manifestación de la cultura popular del Caribe colombiano.
Generaciones enteras de ciudadanos recordaron las épocas en las que se dejaban seducir por las texturas de sonidos que llegaban a través de las Antillas, para bañar sus fiestas de alegría raizal.
Aquellos eran escaparates multicolores que irrumpían en las casetas con música exclusiva y placas combativas, en las que invitaban a los bailadores y desafiaban a la competencia. En medio del tributo, los barranquilleros evocaron también ese otro ícono de la ciudad que fueron las verbenas, donde, al compás de ‘El Coreano’ o ‘El Gran Pijuán’, bullían las emociones del Carnaval y transcurrían rituales de amistad y enamoramiento. Las carnestolendas barriales se vivían justamente en las casetas que improvisaban en las calles o en los parques, en memoria de los salones burreros que fundaron esta fusión de tradiciones.
Con la excitación, sin embargo, empezaron a aparecer manifestaciones de violencia, que fueron tergiversando el sentido de las emociones y aquello que las inspiraba.
Ello generó una asociación perversa entre el picó y la inseguridad, que fue creando un pasivo de reputación sobre los equipos que sonaban a todo timbal. Los ‘clósets’ de parlantes evolucionaron hacia torres estridentes, pues al fin y al cabo ahora no se competía con los discos que “no tiene nadie” sino con el ruido ensordecedor.
Si a ello se sumaban, como evidentemente ocurrió, las riñas que la incitación provocaba –además del abuso del consumidor de licor y alucinógenos en algunos casos–, los códigos de convivencia comenzaron a excluir el picó y a quienes se reunían alrededor suyo.
El ejemplo más cercano ocurrió el sábado pasado en el suroccidente de la ciudad, en medio de un aparente duelo de picós. Al final, pandillas se enfrentaron y provocaron disturbios que dejaron como saldo un muerto y diez heridos, mientras en el teatro Amira de la Rosa los antiguos bailadores se rendían ante el recuerdo.
Por eso, las autoridades se debaten hoy entre la prohibición y la permisión. La Alcaldía de Barranquilla, verbigracia, anunció que reforzará sus controles a esos festejos barriales. La pregunta que queda rondando, sin embargo, es si finalmente los indicadores de inseguridad de nuestras ciudades se originan en la existencia de los equipos de sonido, los tradicionales o los modernos, u obedecen a razones más estructurales que estaríamos en mora de revisar.
La regulación del sonido es una obligación que deben acatar perentoriamente los picoteros para respetar las restricciones que están plasmados en el Código de Policía, pero lo que Barranquilla podría estar necesitando es un acuerdo de cultura ciudadana que determine los mínimos de convivencia que todos debemos seguir, sin importar el lugar donde estemos y los estímulos festivos que recibamos.
Y mientras las autoridades de Policía sigan actuando, los ciudadanos tenemos que hacer mayores apuestas por la vida y la alegría, y ser más tolerantes y afectuosos con la diferencia. Porque los decretos y las circulares pueden prohibir el picó, como de nuevo están haciéndolo, pero nunca podrán cesar los estados de ánimo que, al fin de cuentas, serían la causa del vandalismo.
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