El terrorismo islamista ha vuelto a golpear a Europa. Esta vez a su capital, Bruselas. Al menos 30 personas murieron y más de 230 resultaron heridas tras un ataque suicida en el aeropuerto de Zaventem –uno de los aeropuertos con mayor movimiento de pasajeros del continente– y una explosión en una céntrica estación de metro, muy próxima a los edificios de las instituciones europeas.
Los atentados, que han sido reivindicados por el Estado Islámico, se producen cuatro días después de la detención, en Bruselas, del terrorista más buscado de Europa, Salah Abdeslam, vinculado a la masacre de París del 13 de noviembre pasado, que dejó 137 muertos y 415 heridos.
Las autoridades de Bruselas esperaban desde hace varios meses algún ataque de los extremistas, y habían redoblado los esquemas de seguridad de la ciudad. Pero, desafortunadamente, de poco sirven a veces las cautelas ante un enemigo que actúa desde el odio visceral y el fanatismo más ciego y que, encima, está dispuesto a inmolarse para cometer sus crímenes.
El embate del terrorismo islamista es el mayor problema al que se enfrenta Europa en estos momentos. La vecindad del Viejo Continente con el mundo árabe y musulmán, y su política históricamente abierta a la inmigración, son elementos que, sin duda, guardan una estrecha relación con las tensiones de hoy.
El dilema de los europeos en la actual coyuntura histórica es defenderse de un enemigo tan complejo sin abandonar unos valores culturales profundamente arraigados en la Ilustración.
Los yihadistas suelen ser inmigrantes de segunda o tercera generación, que moran en barriadas populares y están resentidos por cualquier motivo con el país de acogida. La única forma de controlarlos y prevenir ataques es mediante una infatigable labor de inteligencia y, por supuesto, la colaboración de las comunidades donde viven.
El problema es que, mientras los dirigentes tradicionales intentan hacer frente al problema con políticas racionales, en buena parte del suelo europeo crecen los movimientos y partidos xenófobos, que enarbolan discursos de odio contra los inmigrantes, en especial contra el conjunto de los musulmanes, gente trabajadora y honrada que ha contribuido con su esfuerzo al crecimiento económico del continente.
Europa se encuentra en la encrucijada. De las medidas que adopten los dirigentes para afrontar el desafío del extremismo islamista dependerá el futuro del continente. Un proyecto admirable de convivencia democrática que es, para muchos, un modelo de civilización, pero que corre el riesgo de desbarrancar si sus líderes carecen del coraje para preservar los principios humanistas en los que se asienta la cultura europea.