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Muchas veces, me había imaginado la muerte de mi madre. Ella tenía una edad avanzada, 102 años y las llamadas de mis hermanas cuidadoras por cualquier cosa de ella me daba muchos sustos, así que intenté prepararme para ese momento. Quizá, aunque no lo quería reconocer, sabía que ese momento estaba cerca. Todos sus hijos hicimos hasta lo imposible por conservarla a nuestro lado. Mi hijo Augusto internista quien me acompañó el último día a evaluarla comentó que nadie puede tener la muerte bajo control, que era preciso aprender a aceptarla y con mis hermanos, tuvimos que aceptar que había que dejarla partir, en una muerte digna, en paz, sin resentimientos, estando bien con su familia.

Pero cuando llegó el final, cuando me avisaron de que mi madre había fallecido, me di cuenta de que me enfrentaba a una de las situaciones más difíciles que me podían ocurrir en la vida, una tristeza profunda se apoderó de mí, advertí que no supe o no pude prepararme por mucho que lo intenté. Comprobé que el dolor, cuando amas a una persona como fue mi madre, es tan fuerte, que deja en nada cualquier simulación previa. Los médicos nos orientan a tener un comportamiento ante las circunstancias del dolor y del sufrimiento de otros, pero poco o nada ante el dolor cuando es nuestro, además, todos los médicos como seres humanos, experimentamos momentos de dolor y yo pude constatar ante estas circunstancias, lo vulnerable que somos.

Al morir mi madre ya antes había muerto mi padre, se iniciaba otro duelo y durante este proceso los expertos hablan de la aceptación, en donde se trata de aceptar la realidad de que nuestro ser querido se ha ido físicamente y que se ha ido para siempre y recomiendan que aprendamos a vivir sin lo que más queremos, aprendamos a vivir con el dolor. Por la estrecha relación que mantuve con ella y recordarla como una persona cariñosa, afectiva, comprensiva, paciente, con un amor incondicional y que no se parece a ningún otro, aceptar su muerte y entender que se había ido para siempre, en ese momento no fue nada fácil, y fue muy doloroso ver cómo entierran a la persona que más has querido en tu vida.

Cuando más tiempo disfruta uno a sus seres queridos, más duele su partida, en este caso, Dios nos premió con una madre, quien a sus 102 años todavía nos acompañaba, era una santa dedicada al hogar, brindándonos un cariño indescriptible, que aún desde la eternidad me parece percibir. Me horroriza imaginar que puedo ser capaz de olvidarla, quiero convivir con su ausencia, con su recuerdo. Me gusta tenerla presente cada día. Su muerte me ha enseñado a amar a todas las personas mayores, que, al mirarlas a los ojos, su mirada me recuerda a la de mi madre. Su ausencia será difícil de superar, y los recuerdos gratos perdurarán en nuestros corazones. De veras, “De todos los regalos que la vida tiene que dar, una buena madre es el más grande de todos”

Agustín Guerrero Salcedo