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Pasaba por Luruaco con rumbo a Cartagena una mañana clara y brillante, me detuve al borde de la carretera para observar el paisaje que me mostraba la laguna con sus aguas quietas como espejo reflejando el verde intenso de los cerros. Puse a viajar mi mente con rumbo a mis nueve o doce años de edad. Vacaciones, paseos en canoa hacia aquellos cerros donde mi tío Juan, hermano menor de la abuela María Concepción, tenía una rosa llamada La Jungla y mi tío Manuel, hermano de mamá, otra llamada La chacra. Competencias de natación entre primos y hermanos. Comilonas hasta más no poder. Disfrutaba con mis hermanos y primos las vacaciones de medio y final de año. La casa de María Concepción entraba en modo desorden y todas las mañanas la laguna en nuestro mejor punto de encuentro. Muchas veces nos íbamos a pie hasta Arroyo de Piedras a pescar en la laguna del Guájaro. Esta laguna regularmente se crecía y llegaba hasta la carretera de La cordialidad en un sector del pueblo. Aprovechábamos la llegada hasta el pueblo para darnos un buen baño en el chorro de un manantial que brotaba en lo alto de un cerro, manantial en donde las señoras lavaban la ropa.

Allí estuve durante un largo rato con la visión de aquellos tiempos, reviviendo aquellas inolvidables vacaciones compartidas con mis hermanos y primos. Terminé nostálgico recordando que mis gentes se fueron del pueblo, unos buscando mejores horizontes y otros para la eternidad.

A mi regreso de Cartagena entré al pueblo y estaba tan cambiado que no pude identificar el lugar en donde estaba la casa de los abuelos. Mi ausencia por fuera del país me había robado muchos años y a los Olivero Pérez nadie los conoció. Sentí gran nostalgia por los años viejos al no encontrar la casa de palma y bahareque de los abuelos ni identificar el sitio en donde estuvo. Al cambio se resistía el pregón de los vendedores de arepas de huevo, en la carretera, ofrecidas a los viajeros. Luruaco aceleró al ritmo de las novedades modernas, sin embargo, sentí como si no hubieran pasado los años desde la última vez que visité con mi familia a mi tía Catalina. Ya entonces la abuela María andaba con muchos achaques debido a su avanzada edad. Eso me daba mucha tristeza. Cualquier día recibí una llamada del primo Manuel Cantillo informándome de su fallecimiento. –La encontramos, temprano, en su cama y parecía dormida. Creo que no sufrió pues hasta parecía tener una sonrisa en sus labios, -Me dijo Mañe.

Hacía poquísimo tiempo que la habíamos visitado y no parecía que muriese tan pronto. Muchos años después de estos sucesos que he narrado, durante una visita que nos hizo mi hermana Ana María estando yo en convalecencia de una cirugía, entre las cosas que conversamos y recordamos me contaba que al igual que nosotros hicimos con nuestros hijos ella lo hizo con sus nietos, llevarlos a conocer el pueblo y los sitios por donde estuvimos cuando niños. No encontraron a nadie de la familia y al parecer los últimos en abandonar el pueblo fueron los Cantillo, unos emparentados por parte de nuestra tía Catalina. En la vereda ya no existen las manadas de monos cotudos o aulladores que tantas veces nos corretearon con palos y tirándonos sus propios excrementos.

“Si existiera una máquina que midiera los estados de felicidad de las personas creo que los días que permanecimos de vacaciones con los primos en casa de los abuelos maternos serían revelados como unos de los más felices, por lo menos para mí”.

Ulises Rafael Rico Olivero
uliricol93@hotmail.com