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Está lloviendo por la montaña, repitió, como el eco, la abuela, las palabras de su nieto y agregó: pero a cántaros, como para vaciar el cielo. Lo decía mientras daba vueltas en su boca lo que quedaba del tabaco y estrujaba los granos de maíz contra una lámina de acero perforada y la masa caía en una palangana deforme por el uso. El muchacho la escuchaba y tras las palabras de la abuela los recuerdos frescos llegaban.

De los ojos del joven brotó el dolor transformado en gotas de agua salobre que rodaron por sus mejillas. No pasó mucho tiempo antes de que al rancho lo bañara el torrencial aguacero. Era lluvia que, a pesar de ser gruesa, parecía un arrullo celestial, acompañada de un suave viento anestesiante. Se quedaron separados por un silencio que sólo dejaba oír el sonido monótono de la lluvia mientras subía el nivel de la quebrada. La lluvia no cesaba y parecía que estaría por un tiempo largo. La abuela seguía en su tarea y el muchacho optó por acostarse en la troje del granero. Sus pensamientos volaban en direcciones indeterminadas y luego de un brevísimo sueño, despertó sobresaltado. La abuela le preguntó si eran las pesadillas acostumbradas. El muchacho no respondió y se recostó a un horcón de la cocina. Desde allí continuó observando la lluvia que, haciendo surcos, se escapaba hacia la quebrada. No había la mínima señal de que el tiempo variaría pronto. La lluvia mantenía su intensidad mientras se escurría por los alares del rancho. El muchacho abrió una brecha en el silencio y preguntó a la abuela, que ahora amasaba el maíz para convertirlo en arepas, cómo habían pasado las cosas en la muerte de sus padres y su hermanito, porque él sólo recordaba los gritos de los vecinos y cuando ella lo tomó y pasaron por debajo del vallado hacia lo alto del cerro. La anciana guardo un silencio profundo en memoria de los muertos mientras volteaba las arepas del lado aún crudo. El muchacho le dijo que no sabía el por qué soñaba tanto con un remolino de viento que lo elevaba y luego lo soltaba y él caía sobre un montón de calabazas sin pasarle absolutamente nada. Es posible, respondió la anciana, que las calabazas sean los ángeles que te protegen. El nieto volvió a encerrarse en el silencio hasta cuando un vecino les llamó para ofrecerles ayuda si era necesario en caso de abandonar el rancho. Se negaron al ofrecimiento y la lluvia continuó azotando con más fuerza el techo del rancho. El vecino les contó que el nivel de la quebrada estaba bajando, pese a que la lluvia continuaba recia, pero la negativa se basaba en que no tenían hacia dónde ir. Estén con nosotros, allá arriba es más seguro, insistió el vecino, pero la negativa ganó.

La descarga potente de un rayo, como prediciendo lo que sería inevitable, retumbó en las profundidades de la inmensa montaña seguido por un sordo sonido de madera en quebranto. Luego un silencio sepulcral perforado por los cantos de aves en recuerdo de quienes ya no estaban.

Ulises Rafael Rico Olivero

uliricol93@hotmail.com