Mientras la atención del país se encuentra atrapada por una serie de acontecimientos que ocupan las primeras planas de los periódicos, hay un hecho de extrema gravedad que está pasando desapercibido para la inmensa mayoría de la opinión pública y –lo que es peor– para las autoridades del Estado. Nos referimos al goteo imparable de muertes de niños wayuu por desnutrición en La Guajira.

En los últimos días, EL HERALDO ha venido publicando, casi que en solitario, estremecedoras informaciones sobre este tipo de defunciones que deberían causar vergüenza a la sociedad en su conjunto. Ayer mismo dábamos cuenta de que se habían producido dos fallecimientos más, ambos en Manaure, lo que eleva la cifra de víctimas mortales a 83 en lo que va de año.

Hace tan solo cuatro días publicábamos un editorial titulado “¿No son 81 suficientes?’, en referencia a la cifra de niños muertos contabilizados hasta ese momento, tras una semana espantosa en la que había trascendido el fallecimiento de seis niños, uno tras otro, como piezas de un macabro dominó.

Por increíble que parezca, no se han producido importantes reacciones de gobernantes o políticos ante lo que, en cualquier país que se precie de tener sensibilidad democrática, habría desatado un intenso debate nacional.

La atención de nuestros dirigentes y de buena parte de la sociedad colombiana está dirigida –comprensiblemente– a casos de enorme trascendencia como el de la violación y asesinato de la niña Yuliana Samboní, o el desarrollo del acuerdo de paz o las implicaciones de la reforma tributaria. Pero ello no justifica de ningún modo que la tragedia de los niños wayuu quede en un segundo plano en el debate público.

A riesgo de ser reiterativos, hemos decidido publicar hoy un nuevo editorial sobre este drama, apenas cuatro días después del anterior, para resaltar el hecho de que, en estas 96 horas transcurridas desde entonces, la fatalidad no se ha cruzado de brazos y ha seguido cebándose sobre unos colombianos que apenas empezaban el curso de la vida.

Estamos seguros de que en algún momento las autoridades harán la habitual exhibición de conmoción por la desgracia de los niños wayuu, anunciarán algún paquete de acciones para erradicar el problema, se tomarán una foto en alguna ranchería y, con la conciencia aliviada, volverán a la comodidad de sus despachos en Bogotá o en La Guajira.

Ya todo está dicho sobre la tragedia wayuu. Los informes recurrentes hablan de corrupción, de falta de políticas coherentes, de singularidades culturales que en ocasiones chocan, supuestamente, con acciones oficiales... El interrogante es cuándo se va a detener esta sangría. O, primero que todo, cuándo nos vamos a estremecer ante ella como sociedad.