El domingo pasado, temprano en la mañana, salí a cumplir con mi obligación ciudadana, a pesar –como lo he dicho en este espacio– de mi desconfianza en nuestros pobres ejercicios democráticos. Desde que ingresé al centro de votación, hasta que salí por la puerta opuesta con mi certificado electoral en la mano, transcurrieron seis minutos. El tiempo que me tomó votar no se debió a la eficiencia logística de la Registraduría Nacional del Estado Civil, sino al simple hecho de que el lugar estaba prácticamente desierto. Los demócratas, los dolientes de la patria, los que tenían en sus manos la decisión más importante del último siglo en Colombia, estaban protegiéndose de la lluvia en sus casas o aprovechando el mal clima para hacer mercado. Como esta circunstancia se repitió en todos los municipios del país, el resultado fue el que vimos: una ridícula cantidad de personas decidieron por el resto.
La abstención es un fenómeno predecible. A la verdadera mayoría le importa un rábano lo que se decida en cualquier elección; es por eso, entre otras cosas, que tenemos los líderes que nos merecemos. Luego habríamos de detenernos en los que sí fueron a votar. Y al hacerlo, el panorama es peor.
Empate entre el Sí y el No, con la ignominiosa victoria de los últimos por 53.894 votos. Una caricatura. Un chiste cruel. Un insulto a las millones de víctimas que miraban, desde las zonas de conflicto, cómo nos jugábamos a los dados su futuro, cómo pisoteábamos su sufrimiento, cómo deshonrábamos a sus muertos.
Como siempre, la suerte del proceso de paz la dejamos en manos de la élite amangualada que pactará detrás de las puertas lo que le convenga. Los políticos echarán por tierra lo más importante, que como se sabe es el tema de la tierra y la posibilidad de que todos los responsables (no solo los guerrilleros) digan la verdad.
Porque a los promotores del No, quienes influenciaron con mentiras a los votantes, como en el colmo de la torpeza acaba de reconocer el gerente de la campaña uribista, Luis Carlos Vélez, no les conviene que a los campesinos pobres les devuelvan las tierras que muchos de sus amigos disfrutan hoy; y, por supuesto, solo les interesa la verdad, la justicia y la reparación de las Farc, no la de los militares y civiles que promovieron y ejecutaron los más miserables actos de barbarie durante el conflicto. Esas son los puntos que terminarán pactando con el gobierno. Ese es el botín: conservar las propiedades que no son suyas y que no se sepa la mitad de la verdad.
Lo demás son cortinas de humo: la impunidad, la participación política de los bandidos, el castrochavismo, los homosexuales en el poder, no tienen ninguna importancia para los depredadores que se aprovechan de la inocencia de los que votan y de la indiferencia de quienes no lo hacen.
Este plebiscito, en el que la mayoría de los colombianos no se interesó en participar, no se trataba solamente de finalizar el enfrentamiento armado; era una oportunidad para remediar, así fuera de una tímida manera, algunos de los problemas fundamentales que los más pobres y desprotegidos seguirán padeciendo para siempre.
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