Ya está dicho en todos los tonos e idiomas que lo del semanario Charlie Hebdo fue un atentado contra la libertad de expresión.

¿Por qué no aportar la reflexión sobre el peligro de las religiones?

Nadie quiere que este episodio, lo mismo que el de los periodistas decapitados ante la impotencia, el horror y la rabia del mundo, se repita. Por eso más que el lamento por la afrenta a la libertad de prensa, resultaría útil buscar las causas y, tras ella, pensar en las soluciones.

Y una causa evidente es el peligro de las religiones cuando estas fomentan o son manipuladas por los fanáticos. No es un hecho desdeñable, por ejemplo, que esa religión en que se ha convertido la afición por el futbol, la manejan los fanáticos de las barras bravas, o los locutores, o los negociantes del deporte. En tiempos bárbaros los cruzados se armaron para rescatar a Jerusalem; en tiempos decentes habría que pedir una cruzada civilizada para rescatar al futbol de las manos de los fanáticos.

El fanatismo religioso nos dejó huellas de sangre suficientes para encender las luces de alarma cuando el demonio religioso reaparece. Como sucedió con la congresista que se convirtió en jueza para determinar ante sí y por sí sobre la suerte eterna de García Márquez. Los fanáticos de esa calaña se erigen como jueces: ellos saben quién está en lo correcto o en lo erróneo, quiénes merecen vivir y quiénes no. Los fanáticos que asesinaron a los caricaturistas ya los habían condenado de antemano y hoy aparecieron dispuestos a morir porque en su propio tribunal se concedieron un lugar en el paraíso. Concentran en una mente débil toda esa prepotencia y desprecio por las convicciones ajenas que vuelven a las religiones un peligro para la sociedad.

También se ha manifestado el peligro de otra clase de fanatismo: el que hace burla de las creencias ajenas solo porque son diferentes a las propias. Es explicable, aunque inaceptable, la intolerancia de los españoles que con ánimo de apóstoles llegaron a América a destruir templos y símbolos religiosos de los indígenas, porque los veían como paganos y diabólicos. Su estrechez e indigencia cultural no les daba para más. Pero esa pobreza mental hoy es inexplicable. Los que amenazaron a los musulmanes que en Bogotá acababan de inaugurar su mezquita, aparecen como bárbaros pervertidos por el fanatismo e incapaces de aceptar y disfrutar las diferencias entre humanos.

El respeto por las creencias ajenas, que no es dádiva ni concesión sino deber, ha planteado el tema de los límites de la libertad de expresión que, para muchos colegas periodistas, no debe existir.

Los que pensamos lo contrario nos fundamos en pensamientos como el de Benito Juárez cuando habló de la libertad y los derechos propios que van hasta donde comienzan la libertad y los derechos de los otros.

La libertad no puede ser absoluta ni un fin; es relativa y un medio al servicio de los derechos y la dignidad de todos. Sentirlo así es el punto de partida de la responsabilidad en el ejercicio profesional del periodista. Uno no escribe ni informa para sí, ni para obtener objetivos egoístas: dinero, fama, premios. El único periodismo digno es el que sirve a la sociedad, un servicio que supone respeto por los derechos de los otros que hacen parte de la sociedad.

¿Habían traspasado estos límites los caricaturistas de Charlie Hebdo? ¿Existen esos límites o restricciones?

La del caricaturista es un arma poderosa, hecha de talento y arte, que permite la crítica social y política eficaz, de la buena comunicación. Su defensa de los derechos humanos, desconocidos y violados con pretexto religioso fue parte de su tarea y una explicación del rechazo mundial por su muerte.

Pero hay una línea que separa la crítica de la burla; el examen inteligente de los hechos y el menosprecio de los otros. Cuando se tiene en cuenta esa diferencia, el mensaje periodístico adquiere credibilidad e influencia. Y si esto es lo que está motivando las protestas por el asesinato de los caricaturistas franceses, estamos ante una campaña necesaria.

Pero si proclamar la libertad de prensa es legitimar el capricho libertario que pasa por sobre los derechos de los demás para imponer el derecho propio, es hora de pensar si en nombre de la libertad estamos propiciando otra forma de fanatismo e intolerancia.

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