Ocho años después de un emotivo martes de noviembre en el que un joven y carismático senador de Illinois fuera elegido el primer presidente negro de Estados Unidos, Barack Obama llega al final de su mandato dejando en su estela un legado incierto. Al entregar el cargo es sin duda el líder mundial más popular de los últimos tiempos. Pero cuánto de su popularidad obedece a sus logros y cuánto a su personalidad es una pregunta abierta.
El discurso que pronunció a manera de despedida estuvo tan bien ejecutado y tan cargado de nobles emociones que induce, en quien está a punto de controvertirlo, un sentimiento próximo a la culpa. Pero rasgando tan solo un poco la superficie de las palabras se revela una realidad menos nítida que la que sugieren esas cadenciosas frases, que se elevan y descienden con el ritmo de los predicadores negros del South Side de Chicago, de quienes Obama aprendió sus dotes de orador.
El ex organizador comunitario que describió la desigualdad como “el reto que define nuestro tiempo” presidió durante el período de mayor desigualdad económica de la historia de su país. El mestizo cuyo color de piel prometía unir a una nación marcada como ninguna por tensiones raciales deja un pueblo más dividido que antes, más intestinamente intolerante y agresivo. El hijo de un estudiante keniano, que repudió la política de puertas cerradas de su sucesor, será recordado por haber deportado más personas que cualquier presidente antes, y por haber retirado las preferencias migratorias a los exiliados cubanos, liquidando así la única esperanza de muchos isleños de escapar del régimen castrista. El premio Nobel de la Paz deja un planeta inestable y vacío de liderazgo, con una guerra inescrutable e infanticida en Oriente Medio, desconfianza entre naciones aliadas, una Rusia de nuevo imperialista y beligerante, y brotes de terrorismo anti-Occidente explotando continuamente alrededor del mundo.
Pero la fragilidad del legado de Obama se evidencia sobre todo en la victoria de Donald Trump, quien ocupará su puesto en una semana. Y no solo la de Trump. Pensemos lo que pensemos sobre Obama, algo está claro: su gobierno fue funesto para su partido. El desencanto de los americanos con el Partido Demócrata ha puesto en manos de los republicanos un poder pocas veces visto: además de la presidencia, mayorías en el Senado, la Cámara, las asambleas estatales y el número de gobernaciones. La aplanadora republicana amenaza con hacer trizas dos de las iniciativas más sustanciales de la era Obama: su política medioambiental y su programa de salud pública, el ‘Obamacare’. De llegar a ocurrir (pues con Trump falta ver si hace lo que ha dicho que hará), el legado de Obama será apenas simbólico.
El ser humano es una criatura oral y, si le creemos a Marshall McLuhan, nuestra era tecnológica acentúa esa oralidad. Por eso somos propensos al encantamiento por la vía del verbo: a caer rendidos ante quienes hablan bonito. No sugiero reducir al elegante, magnético, sofisticado y brillante Barack Obama al papel de simple buen orador, pero sospecho que su elocuencia invitaba a fijar la mirada en un punto lejano y elevado del horizonte, y a veces conviene mirar lo que está sucediendo bajo nuestras ordinarias narices.
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