Históricamente las deportaciones masivas, desde los israelitas caminando hacia la esclavitud en Babilonia, hasta los 13 millones de alemanes que fueron expulsados de los antiguos territorios germanos de Polonia y Rusia, luego de la derrota nazi, han tenido un componente étnico que, como es sabido, resulta útil para justificar las razones de siempre: tierra y dinero. Cuando la expulsión implica a un número significativo de personas casi siempre se echa a la gente por judía o por dalmacia o por celta o por armenia o por alemana o, sí, aunque no se crea, por colombiana.

Un poco más de mil colombianos han sido deportados de Venezuela, país en el que viven alrededor de 4 millones, en una cruzada paranoica y torpe del paranoico y torpe gobierno de Nicolás Maduro. Ahora (y no antes) nos damos cuenta de las necesidades que padecen las familias de emigrantes; ahora (y no antes) los arropamos en discursos de hermandad y solidaridad de sangre; ahora (y no antes) derramamos lágrimas patriotas al desafinar las marciales notas del Himno Nacional que les ponemos como banda sonora de bienvenida a los desterrados que cargan en los hombros sus cajas de miseria. Ahora, y no antes.

Pero es una farsa, una pantomima vergonzosa. Una vez más, ignorando con la indolencia propia de los culpables, cualquier migaja de respeto que nos quede por los que están jodidos, utilizamos su sufrimiento y su tragedia para amolar las armas con las que pretendemos conseguir nuestros más mundanos objetivos. Allá, en la frontera, están acampando el procurador general, el senador acusado de asesino y el Presidente de la República; y cuando el sol abrasador de Norte de Santander se aplaca, salen al puente y abren sus brazos en cruz para recibir a sus hermanos humillados y decirles que su país los quiere, los recibe, sufre su sufrimiento, come sus desperdicios, llora sus lágrimas de ignominia. En este triste escenario, en el que las cámaras de televisión difunden las imágenes más horrorosas de gente pobre con la esperanza hecha jirones y las posesiones reducidas a un par de baldes, nadie se ha hecho la pregunta fundamental: ¿Por qué tuvieron que irse esos colombianos para Venezuela?

La respuesta, después de pasar por los análisis socioeconómicos de pacotilla que nos sirven para justificar nuestra mediocridad y nuestra crueldad, es muy clara: esa gente que hoy compadecemos se tuvo que ir a un país extraño porque el suyo los echó a patadas. No hizo falta un decreto presidencial de ningún mandatario delirante, no fue necesario señalar sus casas con las letras de la segregación; a estas personas que vemos arrastrando su incertidumbre por las trochas de la frontera los expulsó de su país, por primera vez, la pobreza, la desigualdad, la ignorancia, la desilusión. Por eso es inmoral nuestra rabia por la deportación de mil de nuestros compatriotas, por eso es irrespetuosa y cínica e hipócrita.

Deberíamos hacer un sano ejercicio de pedagogía social, una terapia que busque impedir estas manifestaciones de demagogia oportunista; deberíamos desterrar a Venezuela al procurador general, al senador tildado de asesino y al Presidente de la República, para que cuando los deporten de vuelta y mientras atraviesan el puente Simón Bolívar escuchando las notas del Himno Nacional, sufran en carne propia lo que significa ser echados dos veces de alguna parte.

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