La política colombiana hacia Venezuela fracasó. Fracasó en lo económico, pues aunque hicimos la vista gorda ante los desafueros del chavismo, los negocios nunca despegaron y hay millones de dólares en deudas pendientes. Fracasó en lo político, pues el presidente Maduro goza insultando a nuestros exmandatarios y acusa al actual de ser un títere de la oligarquía. Fracasó en el apaciguamiento, pues a nuestra docilidad responden con amenazas e improperios. Fracasó en seguridad, pues la frontera es un intercambio frenético de contrabando y coca. Y fracasó en lo moral, pues el chavismo es una doctrina despótica y antiliberal a la que había que oponerse por principio, antes de cualquier interés político o comercial.
Lo único peor que este fracaso compuesto sería un conflicto militar. Nadie en su sano juicio puede desear una guerra que no sería sino ridícula y atroz. Hay que agotar los recursos diplomáticos y jurídicos, aunque al final sirvan para muy poco. Y no se puede esperar mucho apoyo del vecindario. La mayoría de los mandatarios de la región, como ciertos dirigentes de la izquierda local, son paniaguados del chavismo a los que no les hace ascos el olor a colaboracionismo que despiden.
Frente a ese panorama Colombia tiene dos opciones. Puede elegir ser un colaboracionista más, seguir callada y consentir que el chavismo pisotee la libertad de los suyos y los nuestros. O puede hacer lo correcto: ponerse del lado de la libertad y oponerse, con firmeza pero sin belicismo, a la tiranía. Puede recoger esa bandera que fue de los Estados Unidos –con aciertos y desaciertos, idealismo e hipocresía– hasta que Obama la abandonó. No importa que estemos solos o que no tengamos el apoyo de nuestros vecinos. En todo el continente hay millones de personas esperando que alguien lidere la defensa de las libertades políticas y económicas que el castrismo y el chavismo destrozaron, mientras los gobernantes de la región cerraban los ojos o se frotaban las manos.
Por eso tienen razón los expresidentes Uribe, Pastrana y Gaviria al reclamar airadamente por los atropellos y vejaciones de Maduro contra Colombia. Ya basta. Alguien tenía que levantar la voz. ¿A los deportados no podían enviarlos en buses o darles un plazo para dejar el país? ¿Tenían que obligarlos a cruzar a pie el río Táchira con sus enseres a cuestas? La humillación de los colombianos es parte de un teatro nacionalista con el que Maduro busca culpar a otros de su pésimo gobierno, violando la unidad étnica y cultural de las dos naciones. Su política de migración forzada es equiparable a las que han dado pie a los peores crímenes de la humanidad.
La última bravuconada del gobierno venezolano es la oportunidad perfecta para que el presidente Santos desacople su futuro político de la barca ebria del chavismo. Debe exponer a Maduro y sus secuaces como la satrapía que son, como lo hacía, en otras épocas, con Hugo Chávez. Si decide ser el líder que se plantó seria y serenamente contra el despotismo del siglo XXI, tendrá un puesto en la historia más seguro y más honorable que el que le depara el turbio proceso de paz con las Farc. Pero aunque no fuera así, hay posiciones que deben tomarse sin cálculos políticos o biográficos. Hay cosas que son simple cuestión de principios.
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