La imagen del noticiero de televisión no podía ser más dramática. Un niño, sentado sobre una piedra, en medio del río: su rostro, con una mirada llena de angustia. Las aguas — que dividen las fronteras entre Colombia y Venezuela— eran las principales testigos de la zozobra de este niño. Atrapado en medio de la nada, sin otro destino inmediato que caer de la piedra, para que el caudal lo devore. Aparece un soldado que lo toma en sus brazos y lo traslada a territorio colombiano.
Cuando se ve esta escena, y la de los otros colombianos que fueron expulsados por el Gobierno de Venezuela, uno no deja de sentir un profundo acceso de miedo, ira y desencanto. Percibimos una sociedad disociada: por un lado, el universo de la técnica, los mercados, los flujos y otros signos del progreso; mientras, por otro, vemos a cientos de miles de personas a las que los beneficios de ese progreso no los incluye.
No hay derecho a que el Gobierno de un país hermano se ensañe contra los más débiles, los más desprotegidos; destruyéndoles sus vidas, arrancándolos de sus humildes viviendas, desintegrándoles su familia. Este es un acto del peor totalitarismo: cuando se descarga todo el poder sobre los que no pueden defenderse, personas humildes que en un momento cruzaron la frontera, buscando mejor vida en el hermano país.
No basta ser elegido por voluntad popular para autoproclamarse democrático. La democracia tiene por principal característica el respeto a los derechos humanos. Cuando el Estado se vuelve tutor de la sociedad civil, la destruye imponiendo su poder autoritario; ejerciendo control en todos los aspectos de la sociedad. Como el rey que se apropiaba del poder de Dios, el déspota se apropia del poder del pueblo, para someter a los actores económicos, políticos y culturales a su voluntad hegemónica.
Quienes hemos conocido la frontera colombo-venezolana sabemos que es como otro país. Los colombianos en fronteras parecen ser los más abandonados por su Gobierno: la informalidad, el desgreño gubernamental, la escasez de oportunidades tejen un paisaje de desamparo, que hace que algunos busquen —en el comercio de fronteras o en la migración— una oportunidad para mejorar sus condiciones materiales de existencia.
Colombia y Venezuela son dos realidades políticas que se presentan como distintas y a veces antagónicas. Pero asimismo se necesitan. Ambas se benefician de la circulación de capitales, bienes y servicios. Y juntas pueden enfrentar en mejores condiciones la globalización mundial. El aislamiento y la exclusión del otro es un imposible histórico.
Los vínculos de hermandad entre los pueblos tienen que ser más fuertes que las coyunturas políticas. Por esto, considero muy sabia la posición del gobierno del presidente Santos: es a través de los canales diplomáticos —pero con firmeza—, como se deben encontrar salidas al conflicto. Y a la restitución de la dignidad a los ciudadanos colombianos que fueron víctimas de este abuso de poder.
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