Durante más de medio siglo, los colombianos nos habituamos a señalar a la guerrilla y el resto de grupos armados ilegales como el enemigo público número uno de nuestra democracia.
El reto planteado al Estado por los violentos ha sido formidable, tanto por el altísimo costo en vidas humanas que han provocado sus actos criminales como por las consecuencias desastrosas que estos han tenido en el tejido productivo del país.
Sin embargo, mientras las organizaciones ilegales acaparaban casi toda la atención de las instituciones y la sociedad, otro enemigo, igualmente destructivo, expandía silenciosamente su poder a lo largo y ancho del territorio nacional: la corrupción. Hoy lo tenemos allí, enquistado en nuestra realidad, infiltrado no solo en los grandes contratos del Estado, sino en los más nimios aspectos de la vida cotidiana.
Asistimos estos días al escándalo Odebrecht, por que el ya han sido detenidos un exviceministro y un exsenador, ambos lamentablemente costeños. Nadie se cree que ellos se quedaron con los sobornos por 11 millones de dólares que repartió la compañía brasileña para que le adjudicaran el contrato de la Ruta del Sol. ¿Dará la justicia con todos los que se lucraron de la coima? Más aun: ¿pagarán por sus delitos o los veremos quedar uno a uno en libertad por “falta de pruebas” o “vencimiento de términos”, gracias a la astucia de poderosos bufetes de abogados?
¿Y qué ha pasado con Reficar, el ‘escándalo del siglo’ que condujo al sobrecosto de cuatro mil millones de dólares (tal como suena) en la refinería de Cartagena, la cual terminó costando al erario 1,5 veces más que el canal de Panamá? Más de un año después de que saltara el caso, no ha habido ni un detenido, y el asunto está inmerso en un complejo laberinto judicial que seguramente tardará años en desembrollarse.
¿En qué han quedado tantos y tantos casos de corrupción que han brotado como hongos en los últimos años? Es cierto que la justicia tiene sus tiempos, y los delitos tienen que probarse de manera contundente. Pero ello no justifica de ninguna manera que los procesos se dilaten eternamente. Ya lo decía el filósofo Séneca a comienzos de la era cristiana: “Nada se parece más a la injusticia que una justicia tardía”.
Como señalábamos al comienzo de esta nota editorial, la falta de ejemplaridad institucional frente a la corrupción tiene nefastas consecuencias en la sociedad, que recibe desde las alturas el mensaje selvático de que en este país ‘todo vale’, de ‘pendejo el último’, de ‘si te dan papaya, cógela’.
Las nuevas cabezas de los órganos de control del Estado –Fiscalía, Contraloría, Procuraduría– han prometido que lucharán sin tregua contra la corrupción. Esperemos que cumplan, por el bien del país.