El boom del cristianismo político, nueva fuerza electoral colombiana, ha llevado a que en diferentes escenarios estatales se defiendan doctrinas propias de su agenda que atentan contra la neutralidad religiosa y el laicismo que debe imperar en un Estado liberal y democrático. Con las recientes alocuciones de la diputada de Santander Ángela Hernández, quien pidió no ser “colonizados” por los pensamientos y costumbres de la comunidad LGTBI, se abre un debate que empezó con las iniciativas de Viviane Morales y que aún sigue en pie. Esencialmente, cabe preguntarse hasta qué punto es admisible en un Estado Social de Derecho que servidores públicos de elección popular defiendan la agenda de sus religiones en escenarios estatales, donde lo que verdaderamente se debe procurar es la protección de los derechos constitucionales sin importar sexo, orientación o identidad sexual.
Proponer “colegios LGTBI” como lo hizo la diputada Ángela Hernández, quien ganó las pasadas elecciones, entre otras cosas, gracias al apoyo de su iglesia cristiana, es una idea homofóbica, irrespetuosa, desconocedora de los pilares axiológicos sobre los que se funda un Estado constitucional y democrático, y que merece más allá del repudio de la opinión pública, la apertura de un debate social sobre la influencia que puede ejercer la religión, un asunto propio de la vida privada, en el ejercicio de la función pública. Asuntos que hace tambalear la neutralidad institucional, como utilizar una figura propia de la democracia como lo es el referendo, para promover una causa de discriminación como pretender someter a votación la adopción de niños por parejas del mismo sexo.
Es bien sabido que la iglesia cristiana ha promovido diferentes campañas políticas con el apoyo irrestricto de sus adeptos, al punto que muchos defensores de sus creencias ocupan actualmente cargos públicos sumamente importantes para el país. Ahora bien, sin perjuicio de la libertad religiosa que debe ser respetada en toda ocasión, llevar creencias propias de la religión a la agenda pública choca con el respeto, no solo de otras religiones y cultos, sino de las concepciones modernas del concepto de familia, de la sexualidad y del libre desarrollo de la personalidad, derechos todos amparados por el ordenamiento jurídico.
La libertad de predicar las creencias religiosas de diferente índole hace parte de las garantías constitucionales propias de nuestro Estado, no obstante, utilizar el aparato estatal para promover sus doctrinas resulta contrario a la esencia laica propia de los Estados democráticos. Bajo el imperio del dogma popular que dice que es mejor no hablar ni de religión ni de política, se ha limitado el pensamiento y el debate de asuntos públicos neurálgicos como la división entre la vida religiosa y la esfera estatal. En medio de un mundo convulso donde se atacan las principales instituciones democráticas, debemos procurar el respeto por las garantías y las libertades inherentes a la persona.
No está de más: una buena lectura para alimentar este debate es “La comunidad liberal” de Ronald Dworkin.
@tatidangond