Los indios kunas se han transmitido a través de generaciones el recuerdo de la llegada de los españoles que mataron niños, ancianos y mujeres cuando estaban en el ritual de la chicha, con que ellos celebran la llegada de los jóvenes a la condición adulta.
La sevicia del conquistador, su desprecio por el ritual, su actitud dominante sobre unos seres indefensos, configuraron ese episodio como una humillación, esa forma de destruir el interior del otro, al desconocer su dignidad.
La humillación es, así, un despojo. Al humillado se le impone como realidad, que es cosa, objeto, material de que dispone a su antojo el que humilla.
Los expulsados de Venezuela creían tener derechos sobre sí y sus cosas hasta que una voluntad ajena determinó que sus cosas, su casa, su trabajo, su autodeterminación, no eran suyos. De repente, despojados de todo, sin seguridad de nada, quedaron a merced de un poder que no era el suyo. En eso consiste la humillación.
Azel Honnet, citado por Ángela Uribe (“Perfiles del mal en la historia de Colombia”) describe tres formas de humillar: el daño físico, la negación de la autonomía y la negación a llevar una vida lograda. Entre las decisiones del gobierno venezolano y los maltratos de la guardia, los expulsados pasaron por esas tres fases de la humillación, que uno podía leer al contemplar aquellos rostros desfigurados, no solo por el peso de los objetos que trasteaban atravesando el río fronterizo, sino por el destrozo interior que les había dejado la humillación.
La humillación, más que el maltrato físico, es devastadora. El humillado deja de verse a sí mismo como alguien con cualidades y capacidades. Al verse tratado como cosa, llega a preguntarse si él ha llegado a esa condición. La humillación adquiere, entonces la forma dolorosa del no reconocimiento de lo más elemental del ser humano: el de su dignidad como persona.
Estas personas, al trasponer la frontera traían un severo trauma: la pérdida o disminución de su autoestima, y esta es una de las cicatrices internas que deja la humillación.
Para estas personas el mundo, su misma existencia parecen perder sentido, tal el impacto de la humillación, efecto conexo con el otro: la pérdida del respeto, uno de los dolores de la humillación. La idea del respeto perdido fue espontánea cuando aparecieron las primeras imágenes de las filas de personas que imploraban que las dejaran pasar; o las que se formaban para cruzar el río, cargados con lo que habían podido salvar de la furia destructora de los guardias. Es una escena que duele porque demuestra que se ha perdido el respeto.
Esta es una marca humillante que se profundiza con la certeza de que se ha perdido el control sobre la propia vida. Son personas que habían trabajado para retener ese control: por eso habían levantado su casa y adquirido cada uno de los objetos domésticos. Esa posesión les había dado esa sensación de control. Podían hablar de mi dinero, mi trabajo, mi casa, mi televisor. Cruzando el río, la humillación tenía ese nombre: les habían arrebatado el control de todo.
Mientras tanto, ¿qué pasa con el que humilla? Los uniformados de la guardia nacional, el presidente y su sala de aplausos, todos los que aprobaron la humillación, ¿qué pasa con ellos?
Humillar es una forma de enceguecimiento; deja de verse al ser humano, al que se desprecia; el que humilla excluye, es como eliminar al otro. Anota Ángela Uribe: “una sociedad es indecente, es decir humillante, si son sus instituciones las que humillan a las personas” Y es evidente: la frontera que debía ser espacio de fraternidad se convirtió en la frontera de la humillación.
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