Escribir de corrupción es frustrante, porque no se puede decir casi nada que no haya sido dicho ya, una y mil veces. Que es mala. Que está en todas partes. Que caiga el peso de la ley sobre los responsables. Etcétera. Y es doblemente frustrante, porque nos hemos resignado a verla como un rompecabezas insoluble, una enfermedad que se adapta a, o engulle, cualquier cosa que arrojemos en su dirección.

Casi todas las soluciones que se proponen sufren de un caso de huevo-y-gallina. Hay que fortalecer la justicia para combatir la corrupción, pero cómo, si los jueces y las cortes están untados. Una educación pública de calidad forjaría una ciudadanía menos propensa a la trampa, pero la educación pública, sus administradores y sindicatos, suelen ser las estructuras más clientelistas de cualquier país. Una prensa independiente podría ser un buen desinfectante, pero, como sabemos en Colombia, la prensa también se contamina.

Nunca se propone, en cambio, una disminución del tamaño del Estado. Siempre hablamos de la corrupción como algo que hay que “combatir”, pero, en países como el nuestro, la corrupción no se puede combatir sin enfrentar al estatismo, pues la corrupción es inherente al Estado, en la medida en que es inherente al poder. Julio César Turbay dijo, para burla de algunos y admiración de otros, que había que reducir la corrupción a sus justas proporciones. Bien hubiera podido decir, pues es lo mismo, que hay que reducir el Estado a sus justas proporciones.

Los colombianos padecemos de un curioso síndrome. Nos quejamos permanentemente de la disfuncionalidad del Estado, pero siempre que surge alguna queja o necesidad, lo primero que se nos ocurre es exigirle al Estado que intervenga. Apenas si nos damos cuenta de la incoherencia. Somos como aquel comensal al que le preguntaron por un restaurante y respondió: “La comida es pésima y, además, ¡sirven tan poquito!”.

A Colombia le convendría reflexionar sobre el tamaño de su aparato estatal y no convertir cada causa, cada agravio, cada inconformidad, en una nueva ley, una nueva agencia o un nuevo renglón del presupuesto. El Estado colombiano solo crece, solo se ensancha, nunca se modera, nunca hace dieta. Ni siquiera se preocupa por eliminar sus órganos más descompuestos o gangrenados, aquellos que ponen en riesgo al resto del organismo. Votaría con entusiasmo por un programa político que propusiera una poda de la burocracia pública, una depuración que cortara del árbol del Estado las ramas más enfermas y podridas, por las que se escurre y desaprovecha la savia nacional, que son los impuestos. Y que disculpe el lector la metáfora tan cursi.

La corrupción evoca comparaciones así, manidas y recargadas. Lugares comunes, repetidos una y mil veces. El más trillado de todos es el del ‘cáncer’ que ha hecho ‘metástasis’. En el caso de la sociedad, quizá se valga equiparar la corrupción a una calamidad indeseada, pero no en el del Estado. En él, la corrupción es una condición autoinducida, como la obesidad. Nadie quiere contraer cáncer; en cambio, el Estado sí quiere comer en exceso, sí quiere dedicarse a la gula y la codicia. Pedirle que se reforme él mismo es como rogarle a un glotón que ayune. Tan pronto demos la vuelta estará asaltando la nevera.

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