Del sinnúmero de opciones que tiene la humanidad para consumar su propia destrucción, que van desde flagelos clásicos, como el hambre, la enfermedad y la guerra, hasta calamidades modernas, como la bomba atómica y el cambio climático, hay una amenaza menos imponente, menos vistosa, pero igual de acechante. Es pertinaz como la hormiga, de quien seguramente es primo lejano. Se alimenta de nuestro conocimiento, bajo forma de libros, y pone en riesgo los cimientos, literales, de la sociedad. Es la pesadilla de los erradicadores de plagas: el bicho que entre nosotros conocemos como comején.

Mi obsesión personal con esta termita deriva, sin duda, de la posesión de una colección de libros de respetable tamaño, que he trasteado en cajas por varios lugares del mundo durante los últimos 20 años. Así como otros se preocupan por tener en su hogar un jardín, espacio para una mascota o una cocina amplia, mi preocupación principal en cada mudanza ha sido tener un espacio adecuado para mis libros. Y en regiones tropicales como en la que nací y en la que ahora vivo, mi terror capital es encontrarme un día con esa especie de enfermedad de la madera, que se manifiesta con esas pústulas de aserrín que son el rastro infame del comején buscando la biblioteca.

No contenta con devorar libros y estructuras, he aprendido recientemente que la terrible termita tiene un vínculo con el calentamiento global. Como subproducto de su alimentación perniciosa, el bicho excreta gas metano, el más dañino de los gases que calientan la atmósfera a través del efecto invernadero. Algunos científicos opinan que el comején es el mayor productor planetario de gas metano. Léase bien: el mayor. Por encima de la contaminante industrial. Por encima, también, de las mansas vacas, tan vilipendiadas últimamente por su contribución al acaloramiento general. Y, mientras tanto, ¿qué hacemos nosotros, sagaces humanos, para contrarrestar el efecto de esos gases de invernadero? Pues bien: sembramos árboles; reforestamos. Es decir, construimos gigantescos restaurantes para termitas, generosos silos de celulosa, bufetes gratis en los que nuestros amables compañeros de planeta se alimentan y procrean.

Es un círculo vicioso: el globo se calienta cada vez más, pero las medidas que empleamos para enfriarlo pueden terminar por inyectar a la atmósfera más de los gases que lo calientan. Entre la tala feroz, en un extremo, y las buenas intenciones de la reforestación, en el otro, hemos roto algún equilibrio atávico entre las termitas y el resto del ecosistema. En algunas regiones de latitudes intermedias, los inviernos se han calentado lo suficiente para que el comején sobreviva todo el año, clavándole sus dientes a la madera otrora templada por el frío.

Nos dicen que la modernidad va a acabar con el libro. Que el e-book, el iPad y los tablets lo tienen en la mira. Que perecen los periódicos y cierran las revistas. Que la literatura, la poesía —y ¡hasta la lectura misma!—, están en peligro. No, señores: cuando yo miro mi biblioteca me invade el miedo a un enemigo mucho más antiguo. Un victimario implacable y tenaz. Un invasor, para todos los efectos prácticos, infinito. Poseedor de una magia negra que convierte en veneno al papel.

Que se lleve por delante el Internet al Libro, si quiere —termino por pensar, ya preso de la angustia—, ¡pero que el comején no acabe con los míos!

Por Thierry Ways
cod-ab@thierryw.net

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