Nada más cierto que lo que dijo el fotógrafo y corresponsal norteamericano Stephen Ferry a María Jimena Duzán en la revista Semana, al referirse al periodista francés Romeo Langlois, su amigo, en manos de las Farc: “Nadie entendería que una guerrilla que libera hace un mes a los últimos soldados y policías que tenía secuestrados y que anunció que iba a dejar la práctica abominable del secuestro, podría volver tan rápidamente a hacerlo”.
Pero sí es entendible. Esa es la historia de las Farc. Decir una cosa y hacer otra diametralmente distinta. Así ha sido la fatídica trayectoria de esta sinuosa organización. Se denominan el ejército del pueblo, pero se convirtieron en los principales matarifes de las gentes humildes del país cuando han volado decenas de poblados con sus cilindros-bombas, dejando regueros de víctimas.
Y cuando pusieron en práctica las famosas ‘pescas milagrosas’ no les importó hacerlas de manera indiscriminada, lo que les generó el repudio de las clases medias del país que sufrieron el azote guerrillero en las carreteras colombianas hasta que el presidente Uribe puso en marcha la Seguridad Democrática. Y convirtieron en héroe a este aguerrido líder antioqueño.
En los tiempos de los diálogos con Belisario Betancur hablaban de paz, pero seguían afinando sus estructuras armadas al tiempo que buscaban espacios políticos a través de la Unión Patriótica en desarrollo de la combinación de las formas de lucha. Más maquiavélica y tramposa no podía ser esta estrategia.
Durante los diálogos del Caguán montaron con el gobierno de Andrés Pastrana la parafernalia de las mesas de diálogos por las que desfilaron ilusionados miles de colombianos, y viajaron varios de sus principales comandantes a la Europa escandinava dizque a ver cómo funcionaba la verdadera democracia, a la vez que avanzaban en el engrosamiento de sus tropas, en su robustecimiento financiero, armamentístico y logístico, y ejercían sin rubor alguno el secuestro.
Y la última perla de esa doble moral fue el anuncio flamante de que le pondrían fin a la era del secuestro. No lo habían dicho y ya estaban incumpliendo la palabra. Por eso, es que el país se volvió incrédulo frente a las Farc, y por eso ha seguido teniendo vigencia un discurso de mano dura como el que encarnan Uribe y los uribistas más recalcitrantes.
Sin embargo, el gobierno de Santos quiere apostarle a que el país se dote de un marco jurídico para la paz, si es ella es posible en el futuro por las buenas, por las vías de la negociación, que es a lo que han venido tendiendo grandes segmentos del país, como lo revelan recientes encuestas.
Retener a Langlois para lograr ventajas mediáticas y eventualmente un escenario probable de mediación internacional, es políticamente estúpido. En cambio, prolongar la retención del periodista francés sólo puede conducir a profundizar la desconfianza frente a las Farc. Y más cuando los argumentos insensatos para no liberarlo se fundamentan en que se trata de un prisionero de guerra como si estuviéramos frente a un conflicto binacional y no de orden doméstico. Y como si este periodista no fuese lo que es en realidad: un corresponsal intrépido e independiente que ha consagrado su vida a cubrir profesionalmente escenarios de guerra. Navarro Wolff ha dicho que el jefe del Frente 15 de la Farc, que tiene a Langlois, “vive en otro planeta. No entiende nada de nada sobre la Colombia de hoy”.
Lo más racional e inteligente que pueden hacer las Farc es devolverle la libertad a Langlois. Y ojalá de aquí en adelante trataran de que el país empiece a verles algo de coherencia entre el discurso y la práctica. Es la única manera de que los colombianos aceptemos de buena gana una negociación para hacer la paz.