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A raíz de la propuesta de desarme del alcalde de Bogotá, Gustavo Petro, se produjeron diversas reacciones en todo el país. Favorables y desfavorables.

No es un debate nuevo ni extraño a los habitantes de esta parte del país, porque en el cuatrienio pasado fue parte del menú de divergencias, en ningún modo menores, entre el exgobernador Eduardo Verano y el exalcalde Alejandro Char, pues mientras el primero siempre fue partidario del desarme y puso en marcha campañas para promoverlo, el segundo se opuso con el argumento de que el Estado no podía dejar en la indefensión a los ciudadanos con armas amparadas, que afrontan problemas de inseguridad.

Nunca pudieron ponerse de acuerdo, pero tuvieron el buen cuidado de finalmente bajarle el tono a la controversia que, por ratos, adquirió ribetes preocupantes cuando Char se salía de casillas y arremetía contra el manejo –a su juicio inadecuado– de la Tasa de Seguridad, cuyo énfasis, sostenía él, debía recaer en el fortalecimiento de la logística policial. Sin embargo, las campañas de Verano demostraron que podían tener una incidencia favorable en la disminución del porcentaje de muertes violentas.

Siempre dijimos editorialmente que no debía haber contradicciones alrededor del tema y lo ratificamos ahora, porque el ‘Plan Integral de Convivencia y Seguridad Ciudadana para Barranquilla y su Área Metropolitana’ –adoptado por la Gobernación del Atlántico y la Alcaldía Distrital– definió el desarme como una de sus estrategias en unos términos muy claros que no admiten equívocos: “Dado que las armas están identificadas en todos los estudios realizados por la Organización Mundial de la Salud como un factor de riesgo de que se produzcan hechos violentos y que los mismos tengan un mayor grado de letalidad, se promoverá un programa con alto contenido pedagógico, dirigido a desestimular el uso de las armas, a disminuir su porte y reducir el riesgo de homicidios o accidentes letales”.

Dicho plan se concibe como “voluntario y pretende la entrega de armas amparadas o no, a cambio de estímulos, bonos u otros similares”, orientados a retribuir “parcialmente el costo del arma y la actitud de desarme”. Se trata, dice este plan, de “sensibilizar a la población sobre los riesgos que comportan las armas”. Aún más, esta estrategia de desarme contempla “el trabajo con niños a través de la entrega de juguetes bélicos”.

El asunto, como vemos, está muy claro y solo se esperaría que en este cuatrienio, a diferencia del anterior, se pongan de acuerdo la alcaldesa Elsa Noguera y el gobernador José Antonio Segebre –que han lanzado reiterados y positivos mensajes de unidad y cordialidad– en el diseño más conveniente para la promoción del desarme, con la certeza de que, ¡juntos!, tendrían un gran respaldo en la ciudadanía y en los medios de comunicación.

Promover el desarme, como promover el respeto a la biodiversidad, a los derechos humanos, a la infancia, a la mujer, a los ancianos, etc., constituye bandera universal irrenunciable. Y Colombia tiene que enarbolarla con firmeza y convicción para fortalecer una cultura pacifista en un país de arraigada tradición de violencia de todas las modalidades.

Es cierto que somos un país con altos índices de violencia (con toda suerte de actores peligrosos como la guerrilla, las bacrim, la delincuencia común etc.), pero eso lo que ratifica es la necesidad que tiene el Estado de garantizar el precepto constitucional de que las armas estén solo en su poder.

Lograr el desarme de la ciudadanía tiene que ser un propósito nacional que implica vigorizar el rol del Estado en la salvaguardia del orden y la seguridad de todos, y eso supone perseguir, desvertebrar y derrotar a todos los grupos e individuos portadores de armas ilegales. Es tarea del Estado lograr un acuerdo con la ciudadanía para limitar en las calles las armas amparadas, pues está demostrado, como lo ha revelado un estudio de expertos de la Universidad Nacional, que por lo menos el 30 por ciento de las armas legales en Colombia están vinculadas a la generación de las muertes violentas.

El discurso de que el Estado solo debe perseguir las armas ilegales no es suficiente; las amparadas tienen también que estar sujetas a los controles y restricciones del Estado, y el deber ser en una sociedad que pretenda preciarse de civilizada y democrática es lograr una ciudadanía pacífica y desarmada, al tiempo que un Estado lo suficientemente fuerte que garantice el respeto a la vida y a los bienes. Lo que no puede prosperar, creemos, es la teoría –un poco a lo ‘Lejano Oeste’– de que cada quien porte un revólver en la pretina para protegerse.

El desarme es una estrategia que tiene toda una civilizada y coherente justificación. Por eso está contenida en el plan de seguridad y convivencia de Barranquilla y el Área Metropolitana, que se elaboró con una perspectiva de diez años, y pensamos que esta estrategia debe ser asumida a cabalidad por nuestros nuevos gobiernos de Barranquilla y del Atlántico. No deberíamos volver a repetir los desencuentros entre Verano y Char.