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Malditos sean los terroristas de todas las razas, de todos los credos, de todos los partidos políticos. Malditos los que matan deliberadamente al azar inocentes desconocidos por cualquier razón o por todas las razones. Los de Boston y Nueva York, los de Bagdad y Kabul, los de Bojayá y El Nogal. Malditos sean los que matan chiitas o suníes, cristianos o judíos, ricos o pobres, blancos o negros, jóvenes o viejos. Los que asesinan sueños y esfuerzos anónimos con cobardía, premeditación y alevosía. Que caigan sobre ellos todas las leyes, todo el repudio, todo el desprecio. Que los persigan para siempre sus remordimientos, sus demonios, sus pesadillas. Que su monstruosidad no tenga ni perdón ni olvido.

Le tocó el turno de ser víctimas de su atrocidad a los maratonistas de todo el mundo. Familias, vidas, piernas, brazos y ojos destrozados. Cuerpos de niñitas sembrados de clavos, un niño de escuela muerto, su madre y su hermana agonizantes, lo mismo que el chino recién doctorado y la novia y el amigo de algún atleta, de cualquier atleta. ¿Cómo podría ser esa miscelánea de personas, extrañas entre sí, enemigo común de alguien? ¿Quién puede estar gozando de semejante festín de horror y sangre? No caben los porqué ni los para qué, no existen respuestas, salvo el adoctrinamiento fanático, el odio cultivado o la alucinación de la locura.

El terror es primordialmente un chantaje colectivo. “Si no hacen lo que sea que yo quiero seguiré matando a cualquiera en cualquier parte. Ya saben que soy tan demente y perverso como para continuar haciéndolo. Pónganse de acuerdo para complacerme. Están advertidos”, es su mensaje. El terror es también un arma de una minoría, generalmente minúscula, de otra manera podrían votar para convertir en leyes sus obsesiones. Jamás, por ejemplo, la guerrilla colombiana en su máximo apogeo llegó siquiera a ser el uno por mil de la población. Ni el llamado ejército de Pablo Escobar pasó de una manada de facinerosos que logró chantajear a todos los poderes del país por estar dispuestos hasta a tumbar aviones. Por cada muerto, por cada viuda, por cada huérfano, por cada mutilado, malditos sean.

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Larga coletilla. Discrepo con quienes pretenden tildar de excluyente a una alcaldía que, al igual que la anterior, destina cuatro quintas partes de su presupuesto de inversión a salud, educación, transporte y vías para los estratos más bajos, por el simple hecho de que organizó una presentación para 10 mil personas. ¿Cuántas se necesitaban para hacer una fiesta incluyente? ¿15 mil en el Romelio? ¿20 mil en el Metropolitano? ¿Otra batalla de flores? Hubo un detalle logístico relacionado más con la seguridad que con la exclusividad de algunos invitados: despejaron la calle 53 y se atiborró de curiosos el pasillo del Portal a ver entrar a los asistentes, lo que resultaba incómodo a unos y otros, pero eso no da para la crítica desproporcionada e injusta por una celebración maravillosa, que sirvió de oportunidad para mostrar el talento de categoría mundial que se da silvestre en Barranquilla, y que incluyó también muchos otros eventos por toda la ciudad.

Por Ricardo Plata

rsilver2@aol.com