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Querida Caterine:

No estoy alegre por tu medalla de oro. Abrogarme tal felicidad es incurrir en la jactancia de creerme merecedor de ella, como si hubiera estado a tu lado cuando faltaron las ganas y los ánimos, y solo estabas tú para remediarlo.

Mi felicidad se debe a las lecciones que derramaste ayer sobre todos los colombianos, cuando disfrutabas tu momento histórico.

Porque, nadie, como tú, conoció las tensiones y angustias de las que hoy está hecho el pesimismo que embarga al país.

Muy cerca tuviste la desesperanza, disparando hasta sus últimos pertrechos, cuando los saltos no daban para superar la marca y quedabas tendida con el rostro entre las manos; en tu casa merodeó también la angustia implacable, cuando los pesos de la abuela solo alcanzaban para un agua de panela caliente en la cocina de palo del barrio Obrero de Apartadó.

Es probable que, en esos trances, algún día te hayas lamentado y culpado al mundo de la mala fortuna. Con seguridad te levantaste una mañana para lanzar maldiciones y pelearte con Dios, pero nunca perdiste de vista el sueño y la fe de cómo lograrlo.

Esa fue la actitud que brilló ayer, en Moscú, cuando te arropaste con la bandera de Colombia, y lo hizo, inclusive, mucho más que la presea que te colgaste.

Te vimos osada, decidida, segura, optimista, porque la vida, como decía Borges, se comprende hacia atrás pero se vive hacia adelante.

Desde el primer intento supimos que las fallas de la arena de otros agosto y el bebestible que embolataba el estómago cuando el sol despuntaba no fueron, nunca, fracasos de la vida menesterosa sino los impulsos de la meta superior.

En el segundo, ya todos estábamos contagiados de tu alegría. Lo que hubieras querido que hiciéramos, lo haríamos. Entonces, nos dejamos llevar por la carrera de tu figura estilizada y saltamos contigo, como agarrados de tu mano, a donde quisiste llevarnos.

Los 14,85 metros fueron suficientes para arrancarles a los narradores de todos los países la declaración que coronaba tu proyecto: Aquí tenemos –decían– a la mejor saltadora del mundo.

Y luego, cuando ya nada ni nadie te quitaría el próximo resplandor del pecho, te sometiste a una última prueba. La tuya. Querías batir tu marca, superar un registro personal que había dejado mejores guarismos en Bogotá. Esta no era una batalla contra nadie sino por ti misma. Qué bella forma de mostrarles a nuestros jóvenes el cielo hacia donde deben mirar.

Fue ahí cuando ocurrió la epopeya más fantástica. Erraste, porque también era posible que sucediera, y te levantaste con la actitud más transparente del mundo, y la sonrisa más bella, y los dientes más blancos, y le quitaste toda la tensión a tus músculos perfectos. Ante miles de rusos que, por tu culpa, eran en ese instante colombianos, bailaste con los brazos extendidos la música que tus oídos recordaron. ¡No importaba! –nos decías, y todos te escuchábamos– ¡otra vez será! Y seguiste al ritmo de esa música desconocida que sin embargo todos nos sabíamos, porque ahí también te acompañamos.

Tu gesta, pues, no solo fue la tuya; acaso era la manera de decirle al país que, cualesquiera sean sus pesares, puede saltar tan alto como quiera.

Por  Alberto Martínez M.

amartinez@uninorte.edu.co
@AlbertoMtinezM.