El Heraldo
En muchos casos, el personal del Hospital debe bajar a cargar a las afectadas, que son traídas en motos. Christian Mercado
Barranquilla

El fantasma de las vacunas de El Carmen de Bolívar

Padres de familia denuncian manipulación de lote, Ministerio de Salud lo niega y Alcaldía municipal lo está investigando. Las atendidas por desmayos ascienden a 439.

Carmen querido, tierra de amores, hay sombras y pesadillas bajo tu cielo. De nada sirve que te escondas entre las faldas verdes de los Montes de María. Se corre la voz de lo que está pasando aquí abajo, en la intimidad de tus calles adornadas con estatuas de vírgenes. Tus vírgenes de carne y hueso se desmoronan. Con los pedacitos de llanto y dolor que van dejando regados 439 niñas recién vacunadas contra un virus de transmisión sexual, tu gente arma un rompecabezas que acusa al Gobierno. Porque los meses de desmayos y la danza de explicaciones psicológicas y análisis de laboratorio solo dejan un diagnóstico claro. Nadie sabe de verdad qué pasa, pero todos saben que apesta.

El Carmen de Bolívar es hoy un pueblo de caras asustadas. Violado desde hace más de 15 años por el conflicto colombiano, ahora sobrevive principalmente de la agricultura y la venta de unas galletas de queso únicas en la región. “Esto lo arregló fue el doctor Uribe”, dice Arnold Ibáñez, fabricante y vendedor de galletas que recibe a los visitantes con su negocio a la entrada del municipio.

Al llegar, en medio de enjambres de motociclistas, se ven pasear las lindas mujeres a las que les cantó Lucho Bermúdez, su hijo más insigne y miembro del Olimpo de los entusiastas del neomerecumbé. Pero esta hace rato dejó de ser tierra de placeres, luz y alegría, como dicen otros de sus versos. (Ver galería de situación en El Carmen de Bolívar)

Uno de sus corregimientos es El Salado. En febrero de 2000, 450 paramilitares liderados por Mancuso, Jorge 40 y alias H2 abrieron allí una puerta al infierno. En una cancha de fútbol masacraron a 61 personas, a quienes acusaban de ser cómplices de la guerrilla de las Farc. Cortaron orejas, empalaron a una mujer, decapitaron y usaron cabezas como pelotas. Todo al compás de una tambora y gaitas robadas de la Casa de Cultura, porque este es un pueblo musical.

Aunque en este martes no lo parece. El Carmen calla. A ninguna hora del día suena ningún equipo de sonido, ni en el centro ni en la plaza ni en ninguna parte. Lo único que rompe el silencio son los pitos frenéticos de una moto que aparece de repente cargando a una niña, abriéndose paso a gritos y a toda velocidad. Las calles principales están pavimentadas, enmarcadas por árboles robustos y casonas con tonos pastel, arcos altos y balcones con balaustradas de madera; pero el resto de vías son como navajazos en el barro. Hay que ser todo un equilibrista, y tener alma de Mariana Pajón, para no dejar caer a una joven desfallecida al afrontar el circuito de brechas que supuran suciedad. Hasta el momento mantienen el récord en cero, ninguna se ha caído.

Son las 9:40 a.m. y el hospital Nuestra Señora del Carmen acaba de recibir a su primera paciente del día. Cuelga de la moto y la bajan como un costal de plátanos, uno con cara triste y falda a cuadros. La suben por una rampa metálica, sobre la que se balancea un canario en una jaula, en medio de un pasillo de miradas espantadas a la sombra de un roble. Desde marzo, escenas como esta se han repetido unas 900 veces. Es el número de consultas calculado por la Alcaldía, pues un 30% de las 439 afectadas -hasta ahora- ha sufrido más de una crisis. Entre los barrotes de la reja que protege la entrada a la sala de urgencias, Yidis Borrero explica que a cada una, cada vez, la canalizan y le toman medidas de su nivel de oxígeno en la sangre. Canalizar es inyectarles líquidos a su torrente sanguíneo, aguijoneándoles el dorso de la mano. Las adolescentes desmayadas despiertan a los 15 o 20 minutos. Otras solo sufren mareos y entumecimiento de las extremidades.

“Ya no tenemos de dónde agarrarnos”, dirá luego el mandatario municipal, Francisco Vega. El hospital cuenta con 60 camas, y en el momento más crítico tuvo que atender a más de 250 niñas al mismo tiempo. Las salas de espera y oficinas se convierten en camillas, al estilo de los tiempos de guerra. Solo que esta es una batalla contra lo desconocido. Y a El Carmen le han dicho que el enemigo puede estar en su propia mente.

Cadena rota

“No podría decir si están fingiendo”, dice la enfermera Yidis, acerca de una alternativa entre el manojo de explicaciones surgidas de todos lados para el misterio de las desmayadas. Ella tiene 26 años y está casada; nunca le aplicaron la vacuna. El Ministerio de Salud ha descartado la relación con el biológico que inyectó, Gardasil. En un informe, habla de la existencia de una “respuesta psicogénica masiva”. Luego, un experto de la Asociación Latinoamericana de Psiquiatría dijo desde Bogotá que se trataba de “estrés colectivo”. ¿Y quién no estaría estresado ante el panorama?

En El Carmen toda conversación es interrumpida por una nueva niña que pasa desmayada, abrazada por un familiar con cara de pánico. El Gobierno sostiene que no todas las que sufren los síntomas fueron vacunadas contra el virus del Papiloma Humano, por lo que hay un efecto en cadena. Los carmeros afirman lo contrario. Insisten que todo comenzó cuando “inmunizaron” a sus hijas sin preguntarles, que todas las que sufren desmayos fueron vacunadas. La divergencia de criterios sobre el padecimiento ya ha generado varias protestas y bloqueos. El malestar surge de nuevo bajo el sol de mediodía, y levanta un remolino de recriminaciones a las puertas del hospital.

“¿Por qué no nos dio estrés antes, si en este pueblo mataban hasta cinco personas al día?”, manotea y grita Lizardo García. “No les dio estrés a los que retornaron al Salao”. 38 años, comerciante de día y taxista de noche. Padre indignado las 24 horas. Sus dos hijas están afectadas con el fenómeno.

A las dos las inyectaron. Asegura que les hizo pruebas de laboratorio y a una de ellas le salió por encima de lo normal el nivel de aluminio en la sangre. Luego el Ministerio hizo sus propias pruebas y ya no reportaban contaminación. “Eso es manipulado”, vuelve a gritar Lizardo. El sol brilla en la calva del negro sudado de mirada encendida. Cruza los brazos mientras recuerda el 30 de mayo, cuando llegó a buscar a su hija al colegio y la encontró en el pasillo al lado de 15 compañeras desmayadas. “Es obligación del Gobierno responder”.

“Le dijeron que si no se dejaba vacunar no le venía la ayuda de Familias en Acción”, agrega Elvia Montes, una mujer delgada de 56 años, que se acerca con una sombrilla más flaca que ella, atraída por los reclamos lanzados al aire por Lizardo. Su hija de 17 años, una nieta de 16 y una sobrina de 13 son el aporte de su familia al drama. “Llevan tres meses amargadas. Se caen, se golpean, las piernas les tiemblan, sudan frío”. Elvia hace una pausa al hablar del estrés, y retoma un predicamento que es repetido a lo largo de todo el pueblo. “¿Estrés? ¿Y entonces por qué solo se desmayan ellas? Eso da risa. Si aquí hasta mataban a los vendedores de pan. Esto lo arregló fue el doctor Uribe”.

El rugido agudo de una moto destartalada los obliga a apartarse. Entra otra niña buscando camilla. La acaba de traer Giovanis Correa. 36 años, profesor de matemáticas, informática y educación física en el colegio del corregimiento El Bledo, además de transportador de niñas enfermas en sus ratos libres. Quizá por eso viste una sudadera con tenis pero con una camisa formal arriba. El concepto de convergencia comenzó hace rato en los pueblos del país, impuesto por la necesidad, antes que por unas nuevas tecnologías que aún no llegan. Trajo a su estudiante Lizeth Acero, de 14 años.

“Caen según el orden en que las vacunaron —dice él— Hay una relación directa. El gobierno está evadiendo su responsabilidad. Sabe que son demandas lo que le van a caer”. Cuenta que Rina Pérez, su sobrina de 12 años, ha recaído 6 veces. “Cada vez le da más fuerte. Se pone peor”. Le inyectaron dos de las tres dosis contra el VPH. Pronto, Giovanis es rodeado por el pequeño grupo de padres contra el biológico que empieza a hervir entre motos parqueadas y ventas de tintos. Y lanza una versión que viene tomando fuerza.

Todos se apresuran a aprobarla, como si los acercara a la verdad que buscan con desespero. “Estaba dañado el lote de vacunas que les pusieron. Al parecer el encargado del transporte se puso a tomar licor, duró un tiempo en el que se perdió el almacenamiento”. Plantea dudas sobre lo que pudo pasar en ese lapso, y concluye que, como mínimo, se “perdió la cadena de frío”. A manantiales corren los besos y los rumores, cantó Lucho en ‘Carmen de Bolívar’. Elvia, Lizardo, otros dos padres y el vendedor de tintos se quedan mirando a Giovanis. Le aplaudirían, si les quedaran ganas.

Sabe más por viejo

Suelta una bocanada de humo, de un zarpazo se arranca el cigarro de los labios y clava sus ojos de gavilán en el puesto de salud que está frente a su casa. “Estoy seguro que es la vacuna. ¡Aquí la manipularon!”, brama Agustín López Hernández. 64 años. Cédula 3’862.468. Maestro constructor que trabajó en la edificación del Centro de Convenciones de Cartagena. Padre de cuatro hijos, abuelo de una virgen que se desmorona, y jura que no se va a quedar callado.

Ha vivido en este pueblo toda su vida, al punto de que quizá lo conoce demasiado. Dice que debería llamarse “Carmen la Desgracia”. Son más de 40.000 las hectáreas que se robaron por aquí, entre las montañas, paramilitares y empresas, con complicidad de notarios y autoridades. Augusto los vio pasar a todos. Ahora tiene una tienda en la calle 28 con carrera 39 del barrio Los Mangos. La resguarda desde la terraza.
En chancletas, con una camisa de cuadros abierta al cuello y un sombrero de alas puntiagudas. “Ahora todo el mundo estudiará psicología porque resulta que El Carmen está loco —se detiene para fumar y vuelve con más fuerza, como arrepentido de haberle dado espacio al sarcasmo— ¡El Carmen no está loco!”.

Agustín va descartando una a una las distintas explicaciones que han surgido para el mal, que a su nieta “le ha dado más de 25 veces”. En los 20 minutos que lleva cuestionando si es que las niñas “son buenas actrices entonces”, diciendo que nadie va a “fingir para que le estén chuzando las manos”, asegurando que el Ministerio de Salud trajo “los médicos y científicos de la impunidad”, solo ha llegado un cliente a comprar una gaseosa. Quizá nadie quiere atravesársele a los argumentos que expulsa como escupitajos cargados de convicción. Tampoco hay mucho para elegir. Su negocio está en un sector cercano a las montañas, entre casas de bahareque y caminos que solo parecen transitables para caballos y burros. Hay una balanza oxidada con una etiqueta que la certifica como “revisada”. Apenas vende focos, papel higiénico, detergente, crema de dientes y papitas fritas. En la misma nevera que guarda sus sueros fisiológicos, almacena las gaseosas que ofrece al público. No hay rastro de las tradicionales galletas de queso que pululan en otros sectores. Un gato gris bosteza.

“Aquí todo lo manipulan. No voy a saber yo las cosas que han hecho en El Carmen…”, dice con unos ojazos que no son ensoñadores pero sí asesinan como puñales, afilados con verdades. Contaminar un lote de vacunas no parece descabellado para un tipo que creció en una tierra donde jugaron fútbol con cabezas humanas, al ritmo de gaitas; donde arrojaron gente viva a cocodrilos y las motosierras no se restringían a los troncos vegetales. “Cuando uno es padre siente dolor. ¿Qué puede hacer uno? Empuñar un arma y buscar el responsable. Nos han resentido. ¿Cómo quieren paz si les hacen esto a nuestras hijas, que eran sanas?”.

No habla de quién ni con qué fin habría manipulado las vacunas. Tampoco, si vinieron dañadas de fábrica. No cruza esas líneas. Una niña desmayada en el horizonte desvía la atención de su discurso beligerante. Viene llorando, en brazos de profesores del colegio Espíritu Santo, donde todo comenzó. Aquí estudia la nieta de Augusto y las primeras adolescentes desmayadas tras recibir la vacuna. La institución tiene aspecto de iglesia, con una torre roja. Suma la mayor cantidad de casos registrados: 80.

“¡Den la vía, no joda!”, retumba entre las casonas del centro del municipio a las 3 de la tarde. Ahí va una más. Minutos después, de la puerta del hospital sale una pecosa con crespos de fuego, recién atendida. El camino de salida de las niñas, ya despiertas, es más inquietante que el de entrada. Es menos fotografiado, menos grabado, menos espectacular, más triste. Las manos adoloridas y vendadas, la mirada perdida en el dolor, el calor opresivo, los ojos de todos sobre ellas, pasos lentos y temblorosos en una pequeña pasarela de la ignominia. Las caras ya no se asombran, les caen encima atónitas. Mototaxistas las abordan, a la caza de una carrera por $2.000. “Quieren darle de alta porque no hay camilla”, dice la madre de otra más, abrazada a ella. Si les intentas hablar se vuelven a desvanecer, a repetir la condena. Y así transcurre el día, marcado por el ciclo inacabable de las carmeras.

Investigación y S.O.S.

La posibilidad de contaminación o manipulación del biológico “forma parte integral de la investigación global que se hace para ver si pudo haber inconvenientes o no en la vacunación”, responde el alcalde Francisco Vega, a las 7 de la noche en una oficina de la Secretaría de Salud. Ha pasado todo el día reunido con el Ministerio, evaluando el problema a puerta cerrada. El último eslabón de una larga cadena de reuniones y mesas de trabajo buscando arañar soluciones.

Afuera, un profesor llega a reportar que tiene 24 casos en su colegio. Dairo Torres, rector del instituto educativo del corregimiento de Caracolí. Se había mantenido a salvo hasta la semana pasada. Comenzó con 9 niñas que cayeron en clase. “Si buscas en internet encuentras que esos son los efectos adversos del Gardasil, pero no tanto tiempo ni tantas veces”, dice él, que habla de “efecto dominó”.

La vacuna busca proteger contra la posibilidad de desarrollar cáncer de cuello uterino. Al año el Ministerio reporta unos 6.800 contagios con el papiloma en Colombia, y 3.200 muertes por esta causa. En El Carmen, que tiene más de 80.000 habitantes, les fueron aplicadas a 2.000 niñas de los colegios públicos. No todas han manifestado problemas. Rubina Medrano es una carmera de 12 años que sintió solo mareo y dolor de cabeza luego de que le inyectaran dos dosis, en el colegio San Rafael. “Me dijeron que era obligatorio porque el Gobierno lo estaba exigiendo”. A su compañera Yalena Sofía Sierra, de 14, solo le dolieron las piernas y la cabeza. “Dicen que las que se caen es por su metabolismo”.

Francisco Vega sale de la reunión. Con un gesto de preocupación que recuerda al de los padres que ingresan a sus hijas al hospital, explica que “es tema de investigación si hubo o no manipulación de las vacunas. Para eso están epidemiólogos, analistas, y todo el equipo interdisciplinario que está acá, tanto del Ministerio como de la Secretaría de Salud Departamental y la Secretaría municipal”.

Es médico y descarta que la afectación sea porque se haya roto la cadena de frío. De confirmarse, dice que las vacunas solo habrían perdido su efecto protector. Lo acompaña la secretaria de Salud, Ibette Guerrero. Ella abre un puente pacificador entre las versiones del Ministerio y las de los padres de familia. Confirma que “hay algo que está por definirse” que está afectando la salud de las niñas. Pero explica que ha impactado también “la parte emocional”. “¡De todo el pueblo!”, concluye el Alcalde. Hacen un alto para aclarar: no significa que todo responda a una enfermedad de tipo psicológico, sino que la situación ha alterado la estabilidad emocional del pueblo. “Si no se hace esa intervención va a ser más grande el problema. Estamos que no damos más”, dice Ibette, con la cara característica del municipio. A 71 niñas les han tomado muestras. Hasta ahora, solo a dos les han confirmado oficialmente altos niveles de plomo.

Antes de despedirse, el mandatario Vega se toma un minuto para hacer una salvedad. Una explicación que sintió que hacía falta. Las vacunas las envía el Ministerio y la Gobernación se encarga de distribuirlas en las poblaciones. “Cabe anotar que el municipio no fue el ejecutor de la vacunación. Eso lo contrató el departamento con una empresa, que es Caprecom”.

Cae la noche y El Carmen trata de olvidarse de sí mismo. Niños juegan fútbol en las calles arenosas. Adolescentes arman tertulias en terrazas. Dejan las puertas de las casas abiertas y permiten ver que ya muchos eligen quedarse frente a un computador, saludando al mundo a través de internet. En las esquinas crecen los negocios para alquilar unos minutos ante pantallas y teclados. Poco a poco la tecnología encuentra su lugar, incluso en este rincón. Cualquiera puede toparse con blogs llenos de reportes de otras supuestas víctimas de la vacuna contra el VPH en el mundo, sin nadie que advierta qué es falso y qué es cierto.

O “googlear” sobre lo que pasa en su municipio. Encontrará la noticia de que el gobernador de Bolívar, Juan Carlos Gossaín, dijo que hay intereses políticos detrás de los desmayos. Su tesis es que hay precandidatos a la alcaldía de 2015 que, desde ya, están aprovechando el desmoronamiento de las vírgenes para impulsar sus campañas. Si el lector carmero busca más, también puede leer sobre el Centro Democrático y su reciente anuncio de que llevará al Congreso el caso de las niñas de El Carmen. Sí, el partido del doctor Uribe.

8:31 de la noche. Otra moto se abre paso entre la multitud con una niña colgando. 9:45, una más. Ninguno lleva cascos, ni chaleco ni reflectores ni medidas de seguridad. La calle detrás de la iglesia en la plaza central está bloqueada por seis negocios de comida rápida, carritos de metal con un asador, sillas y un televisor. La vendedora de uno llamado ‘El Boom’ lanza una sentencia. “Ahí va otra. Deja que se muera una... para que veas”.

No especifica si el riesgo de muerte es porque las niñas se caigan de una de las motos que intentan salvarlas, o por el mal misterioso que las aqueja. En todo caso, sus palabras encarnan un fuego creciente. Durante la noche y la madrugada llegaron tantas jóvenes a urgencias, que las enfermeras de turno dejaron de llevar la cuenta. Qué más da. Un número más no importa mucho. A una la debieron remitir a una clínica de Cartagena. Llegó con la boca torcida y los brazos y piernas paralizados.

El Carmen no está loco. El Carmen está enfermo, desesperado, a punto de reventar. No soporta más evasivas ante la condena que cayó sobre sus hombros desde hace meses, sin aviso ni razón, a sacarlo de su tono y ritmo habitual. A cercenar sus placeres y convertirlo en tierra de desmayos, de embelecos y mentiras. De lindas mujeres… dueles, Carmen, tierra mía.

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