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Después de tres meses y medio de batalla judicial y encendido debate político, el presidente Santos atendió el fallo de la Procuraduría General y firmó el decreto que destituye e inhabilita por 15 años al alcalde de Bogotá, Gustavo Petro.

La víspera se habían producido dos hechos que precipitaron la decisión de Santos: el Consejo de Estado rechazó las últimas 23 tutelas contra la destitución de Petro que habían llegado hasta esa instancia judicial tras un recorrido por otros tribunales. Poco después, a altas horas de la noche, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) pidió la suspensión cautelar del proceso contra el alcalde hasta que acabara de estudiar un recurso interpuesto por Petro ante ese organismo internacional contra su destitución.

Santos desatendió la petición de la CIDH con el argumento de que el sistema interamericano es “complementario y alternativo”, por lo cual solo debe operar cuando la justicia nacional falla o no funciona, cosa, que, dijo, no ha sucedido en este caso. Alegó además que el proceso aún no ha concluido formalmente en el contexto jurisdiccional colombiano, ya que Petro tiene derecho a presentar demanda administrativa contra su destitución. A ese argumento, la canciller Holguín añadió otro, basado en un fallo de la Corte Constitucional, y es que las peticiones de suspensión cautelar por parte de la CIDH no son vinculantes, salvo que se refieren a la vida o la integridad de las personas.

Más allá de la controversia jurídica que seguramente suscitará la decisión de Santos, no cabe duda de que, en el terreno político, había motivos poderosos para que el presidente inclinara la balanza contra Petro.

Uno de ellos es que el mandatario no podía sostener más tiempo su equilibrismo. Entre desdeñar a la CIDH, organismo más loado que respetado, y enemistarse con las máximas instituciones judiciales de Colombia, Santos optó por lo primero, que tiene un precio político menor, máxime si se considera que en los últimos tiempos siete países han ignorado olímpicamente peticiones de la CIDH.

Un segundo motivo es que una derrota de la Procuraduría podría provocar un alud de revisiones de casos de otros 1.200 exfuncionarios sancionados, con las implicaciones que tendría para las arcas públicas y la estabilidad judicial. Otro motivo es que el acatamiento a la CIDH habría sentado un precedente de sujeción a la jurisdicción internacional que quizá no hubiese convenido al proceso de paz, por cuanto el Gobierno ya no podría garantizar a la guerrilla fórmulas de justicia transicional blindadas contra acciones penales desde el exterior.

En lo que respecta a Petro, es obvio que queda sin apenas oxígeno. Al alcalde se le puede aceptar que se sienta perseguido. No cabe duda de que el castigo por su mal manejo del aseo en Bogotá ha sido desproporcionado. Sin embargo, su reacción –desde el balcón de la Alcaldía, habló de golpe de Estado, con apelaciones a Gaitán y Allende– ha sido de una enorme irresponsabilidad.

Cabe esperar que en las próximas horas Petro acepte las reglas del juego, por injustas que las considere, y, si lo cree pertinente, se intente cambiar las cosas dentro del Estado de derecho.