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La principal arteria fluvial de Colombia ofrece el más crudo testimonio de lo graves que son los reiterados campanazos de alerta que viene lanzando la naturaleza sobre el peligro que puede sobrevenir si no se le corta el paso a la contaminación inconsciente, ni se pone en lo más alto de las prioridades de la agenda pública el incentivar una cultura de protección del medio ambiente.

En sus 1.540 kilómetros de recorrido a lo largo del país, el nivel de las aguas del río Magdalena está por debajo de los mínimos históricos reportados para esta época por el Ideam. La situación que padece este vaso comunicante de la cultura colombiana tiene impactos a distintas escalas en la población.

Por cuenta de una serie de alertas rojas que, preventivamente, han decretado las autoridades en algunas cuencas, existen ya restricciones a la navegación en largos tramos, lo cual produce retrasos y traumatismos en la movilización de mercancía.

Además de comprender un duro golpe a un sector económico de gran importancia, lo que está sucediendo arroja una señal de preocupación en el propósito de potenciar la navegabilidad del río para consolidarlo como alternativa de transporte y exportación a través de su enlace con los puertos del Caribe colombiano.

Otro impacto contable son las sanciones económicas por consumo de agua que ha anunciado el Ministerio de Vivienda en 27 departamentos, como imperativo en la búsqueda de promover el ahorro para evitar desabastecimiento y racionamientos.

El deterioro del río va mucho más allá de su propio cauce y del líquido que surte a los acueductos, ya que también se puede evidenciar en el desecamiento de cuerpos de agua con los que se conecta -o en los que descarga- en su paso por cerca de 600 municipios. Allí se concentra una de las mayores afectaciones que produce su estado, pero que resulta más difícil de ponderar: lo encarnan las familias de pescadores y campesinos que derivan su sustento de sus aguas, y que están cada vez más asfixiadas.

Todo se trata, principalmente, del reflejo de una larga sequía que golpea al país desde mayo, de la mano de uno de los fenómenos de El Niño más severos de la historia.

Y, de momento, no hay perspectivas de mejoría. Por el contrario, el Fenómeno se ha agravado. Por eso, los déficit de lluvias y las altas temperaturas se prolongarán, como mínimo, hasta marzo del próximo año. El río se está secando y no tiene esperanza de alivio en el corto plazo.

Sería conveniente, no obstante, que la reflexión no sea reducida a atribuirle todo el peso de la situación a los fenómenos climáticos. Estos desnudan qué tan preparados estaban los organismos responsables en determinado frente, qué planes o dispositivos de atención se tenían programados, cuál es su efectividad, y qué tanto se había entregado al descuido la preservación de los recursos naturales.

¿No se pudo, por ejemplo, tomar otro tipo de medidas preventivas antes, para incentivar el ahorro, en lugar de optar por castigar con multas a quienes excedan un límite de consumo mensual de agua?

El panorama reclama que, eventualmente, se sometan a una profunda revisión los planes de manejo de las distintas poblaciones en la cuenca del río, desde su inicio hasta su desembocadura. ¿Qué tanto lo están cuidando, o afectaron a su sedimentación y deterioro? Ahora, todos los esfuerzos se deben comprometer en mitigar la situación. Activar sin dilaciones los planes de atención, velar por el cumplimiento efectivo y oportuno de las obras a realizarse en el río y ahorrar agua y energía, no por temor a una multa sino por conciencia del impacto ambiental, son tareas que no dan espera.