La decisión del procurador general de la Nación, Alejandro Ordóñez, de destituir al alcalde de Bogotá, Gustavo Petro, por supuestas irregularidades cometidas con la prestación del servicio de aseo ha desatado una encendida polémica a lo largo y ancho del país, en la que han aflorado todo tipo de argumentos en favor y en contra de la drástica medida.
Uno de esos argumentos es que el procurador ha actuado por razones ideológicas, para frenar la carrera política de un mandatario de izquierdas que osó ‘desprivatizar’ un servicio que estaba en manos de supuestas mafias. El razonamiento es verosímil: el procurador Ordóñez ha puesto de manifiesto en más de una ocasión su sesgo ultraconservador en el ejercicio de su función pública, y, por otra parte, el servicio de aseo de Bogotá resultaba muy oneroso para los ciudadanos.
Sin embargo, el argumento presenta fisuras: el procurador ha destituido a numerosos funcionarios de los más diversos partidos y tendencias ideológicas, muchos de ellos elegidos por voto popular. Y, en cuanto a la ‘desprivatización’, esta no solo vulneró la ley de libre competencia, según señala la Procuraduría, sino que la falta de idoneidad del Distrito para gestionar el servicio del aseo, sobre la cual el alcalde fue advertido por todos los medios, desembocó en un formidable caos que puso en riesgo la salud de los ciudadanos y obligó a recontratar a las empresas privadas.
Más allá del curso que tome este caso (Petro tiene la posibilidad de presentar alegaciones), existe un asunto de fondo que ha aflorado en la polémica, y es si el procurador, funcionario que no ha pasado por las urnas, debería tener potestad para destituir a un mandatario elegido por voto popular.
La respuesta es que, hoy por hoy, sí la tiene, por la sencilla razón de que se la concedió la Constitución de 1991. Es interesante recordar que en aquella Constituyente algunas agrupaciones políticas –muy en particular el AD-M19 y el Movimiento de Salvación Nacional de Gómez Hurtado– defendieron con entusiasmo conferir al procurador unos poderes que hasta entonces no había acumulado. En aquel momento, la pretensión de diversos dirigentes políticos era combatir a como diera lugar la corrupción pública, y el resultado de esa apuesta son los artículos 275 a 284 de la Constitución.
Durante 20 años, nadie pareció percatarse de ese peso extraordinario que se dio a la Procuraduría, entre otras cosas porque los titulares del ente se mostraban más prudentes –y, en ciertos casos, más complacientes– en el uso del enorme poder recibido. Hasta que llegó al cargo el polémico Ordóñez y, para satisfacción de unos y contrariedad de otros, activó la maquinaria disciplinaria con una intensidad mucho mayor de lo que habían hecho todos sus antecesores juntos.
El ministro de Justicia, Alfonso Gómez Méndez, dijo ayer, tras conocerse la destitución de Petro, que es necesario revisar la norma constitucional que permite al procurador destituir a un funcionario elegido por voto popular. Sería, en efecto, aconsejable. Y no estaría de más que ese debate se inscribiera en una reforma más amplia de la Justicia, tarea que sigue pendiente.