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Aunque buena parte de la población del planeta no se haya enterado, hace cinco días se celebró, por segundo año consecutivo, el Día Mundial de la Felicidad, jornada instituida por Asamblea General de la ONU mediante Resolución 66/281 de julio de 2012.

El promotor de esta singular iniciativa fue Bután, un pequeño reino asiático situado en el Himalaya, cuyo monarca instauró en el país, hace 44 años, la Felicidad Interior Bruta como índice alternativo al Producto Interior Bruto para medir la riqueza nacional. El entonces recién entronizado rey Jigme Singye Wangchuck pidió a un grupo de expertos que concibieran un indicador que reflejara las condiciones “reales” de vida en su país, ya que, a su juicio, la pobreza en que estaba sumido el reino no se correspondía con la percepción que tenían los habitantes acerca de su situación personal. Ese indicador es en realidad una encuesta en la que se pregunta a los ciudadanos de Bután su opinión sobre 180 temas agrupados en nueve variables, como la confianza en el Gobierno, la percepción subjetiva de felicidad, el uso del tiempo libre o el disfrute de la naturaleza.

Desde hace años, la felicidad aparece recurrentemente en los debates públicos cuando se discute sobre cuál es el modelo de desarrollo al que debe aspirar la humanidad. Ya la Declaración de Independencia de EEUU incluyó la búsqueda de la felicidad entre los derechos inalienables de los ciudadanos, junto a la vida y la libertad.

Existe una corriente de pensamiento cada vez más extendida entre los expertos que considera necesario quitar al PIB su papel preponderante en la medición del desarrollo, porque, en su exaltación de la producción económica como termómetro de la fortaleza de un país, no tiene en cuenta numerosas variables que contribuyen a elevar el nivel de vida de una sociedad y hacerla más feliz. Por cierto, esta idea ya la expresó en 1968 el entonces candidato a la Presidencia de EEUU Robert Kennedy: “El PIB no tiene en cuenta la salud de nuestros niños, la calidad de su educación o el gozo que experimentan cuando juegan”.

En 2008, cuando apenas se asomaba la última gran crisis económica y financiera internacional, el entonces presidente de Francia propuso una “refundación del capitalismo” y convocó a un grupo de expertos, presidido por el nobel Joseph Stiglitz, para que debatieran sobre alternativas de medición del desarrollo. “El crecimiento económico es cada vez más fuerte, pero ese crecimiento, al poner en peligro el futuro del planeta, destruye más de lo que crea”, proclamó entonces Sarkozy. En su informe final, el grupo de expertos puso en entredicho las virtudes del PIB como indicador para el mundo que viene, pero no creó un índice alternativo.

Algo más de éxito, al menos mediático, ha tenido el Índice del Planeta Feliz. Creado en 2006 por el New Economic Forum y basado en factores como expectativa de vida, percepción subjetiva de felicidad y huella ecológica, este índice sitúa invariablemente a Colombia en la cima de los países más felices del mundo.

Todos estos esfuerzos por medir la felicidad son vistos con escepticismo por el semanario The Economist, para el que la posibilidad de que los líderes políticos tengan en sus manos medir la felicidad de sus gobernados adquiriría dimensiones orwellianas.

Pese a esta advertencia, lo cierto es que la felicidad ha entrado de lleno en debate político y económico sobre el mundo que queremos. No en vano la ONU le ha consagrado su día.