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El Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia, Unicef, acaba de pedir los fondos más altos de toda su historia.

Creado hace 69 años, en un principio para apoyar la reconstrucción del tejido social en la posguerra, el programa de la Organización de las Naciones Unidas se ha visto desbordado por las crisis sucesivas del tercer mundo, que han impedido que cumpla en rigor la misión fundacional de proveer ayuda humanitaria a niños y madres.

Su argumento parece muy sólido: el mundo necesita tratar con urgencia a 2,7 millones de niños que afrontan problemas de desnutrición aguda; 13,6 millones que demandan la vacuna contra el sarampión; 34,3 millones que no tienen acceso a un sistema potable de agua; 2,3 millones que carecen de apoyo psicosocial, y 4,9 millones que apremian una educación formal o no formal digna. De estas dimensiones es el reto.

Pero el pedido a los países que hacen parte de las Naciones Unidas, estimado en 3.108 millones de dólares, aproximadamente, no se repartirá en partes iguales. De hecho, la mayoría, unos 2.830 millones de dólares, tiene como destino a las regiones oriental, meridional, occidental, central y de oriente medio de África.

El resto va para Asia meridional y oriental (164 millones); Europa central y del este (38,6 millones), y América Latina y el Caribe (33 millones).

Es claro que el planeta tiene que movilizar ingentes recursos para proteger a la población infantil, condenada sistemáticamente a la pobreza, la miseria, la esclavitud y el abuso por parte de los desequilibrios del desarrollo, los desastres naturales y las guerras.

Esos flagelos se agudizan en zonas donde persisten los conflictos armados, lo que ubica al continente africano en el primer nivel de recepción de los recursos.

Lo que resulta incomprensible, sin embargo, es la desproporción de las cifras que presentó Unicef, pues mientras a aquella región le destinan el 91%, el resto apenas recibe el 9%.

Si el tamaño de la ayuda fuera proporcional al problema que busca resolver, podríamos afirmar que nuestra región tiene la situación menos compleja. Del volumen de los fondos pedidos, apenas el 1,06% corresponde a los niños de América Latina y el Caribe, justamente.

Pero sabemos que no es así. Las realidades de esta parte del mundo también son elocuentes. En nuestros países, según ese otro organismo de Naciones Unidas que es la Cepal, el 47% de los niños está en condiciones de pobreza y casi el 18% en miseria. Eso explica que unos 14 millones de infantes hayan tenido que abandonar los estudios para dedicarse a trabajos informales o ilegales.

La explicación del desequilibrio en las cifras tendría que ver con las prioridades que la ayuda humanitaria está definiendo desde hace varios años, con no pocos intereses políticos por parte de las naciones patrocinadoras.

El pedido de la organización internacional, de nuevo, es más que sensato; pero en aras de una mayor equidad sería conveniente que revisara el reparto propuesto, pues insiste de manera contradictoria en el mal que busca atacar.