En el televisor de una tienda en Paraguachón, en la frontera entre Colombia y Venezuela, los lugareños seguían con atención la alocución conjunta de los cuatro presidentes. Al finalizar, varios de ellos hablaron ante las cámaras de algunos noticieros con palabras que denotaban desazón, en unos, e indiferencia, en otros.
El diálogo siempre es mejor que la confrontación, y en ese sentido puede decirse que la reunión en Quito entre los presidentes Juan Manuel Santos y Nicolás Maduro constituye una noticia positiva en sí misma. Pero, cuando se analiza la letra de la declaración conjunta suscrita por los dos mandatarios con el auspicio de sus homólogos de Ecuador y Uruguay, existen razones para el escepticismo.
Aparte del primer punto de los siete que componen dicha declaración –el retorno inmediato de los respectivos embajadores–, ningún otro recoge una medida de alcance práctico inmediato. Se tratan de enunciados generalistas, y en algún caso de retórica hueca, como la necesidad de una “coexistencia de los modelos económicos, políticos y sociales de cada país” o un llamado al “espíritu de hermandad y la unidad, propiciando un clima de mutuo respeto y convivencia”.
El tema central de la crisis –el cierre de la frontera, con sus consecuencias tanto en violaciones de derechos humanos como en la economía de las comunidades que allí residen– se redujo a un compromiso para la “progresiva normalización de la frontera”, sin que se especifique qué implica esa “normalización” o los pasos previstos para llegar a ella.
La reunión se convocó a instancias de la Celac y Unasur –organismos en los que Venezuela hoy goza de una importante influencia– y no de la Organización de Estados Americanos (OEA). Y quizá esta circunstancia explique el desarrollo y resultado de la cumbre presidencial.
Al final quedó a muchos la impresión de que prevaleció la línea argumental del presidente Maduro, en el sentido de que el cierre de la frontera era una medida necesaria por las condiciones de inseguridad e ilegalidad para Venezuela por culpa de una conjunción de males procedentes de Colombia.
Sin duda existen problemas en la zona limítrofe. Y por supuesto que cada país tiene potestad para decidir sobre sus fronteras y sobre sus políticas migratorias, incluyendo la deportación de inmigrantes sin papeles.
Pero un cierre de fronteras, sobre todo entre gobiernos que proclaman hermandad, debe ser siempre una medida extraordinaria, fruto de una serena meditación, por las consecuencias que tiene para muchísimos ciudadanos. Y si al cierre fronterizo se suman deportaciones masivas sin el derecho al debido proceso, estamos ante un cuadro alarmante.
Lo que cabe esperar ahora es que las mesas de trabajo bilaterales lleguen, pronto, al único aceptable: que se abran las fronteras y que se respeten los derechos humanos.