Compartir:

El ostensible incremento de homicidios que se venía alertando en Barranquilla en las estadísticas del primer semestre de 2015 fue apenas uno de los primeros síntomas de una enfermiza tendencia que, desde entonces, no ha hecho otra cosa que agravarse. Los titulares del tipo “cuatro asesinatos en una noche en hechos aislados” han perdido su condición de excepcionalidad y semana tras semana se confirman como una frecuente, triste e ineludible realidad en la capital del Atlántico y su área metropolitana.

Cada vez se hace más difícil sostener la tesis de que se trata de un problema aislado, focalizado en algunos puntos del suroriente de la ciudad, y que responde exclusivamente a enfrentamientos de grupos que se disputan el control del microtráfico de drogas. Sin duda este es un factor, pero está lejos de ser el único. Prueba de ello son algunos hechos fatales recientes cuyo grado de crueldad ha sembrado temor en la ciudadanía, y provocado que la sensación de inseguridad eche raíces profundas.

El asesinato de un joven de 16 años en un bus por robarle un celular, de un tiro en la cabeza, es, en sí mismo, un contundente campanazo de alarma que amerita una mayor revisión de lo que está sucediendo y lo que están haciendo los responsables de resolverlo. También lo es el homicidio de un tendero del barrio La Chinita al que le propinaron 15 disparos, y se convirtió en el sexto miembro de su gremio asesinado este año. Así como el hecho de que un grupo de niños del corregimiento La Playa haya quedado aterrado al encontrar un cadáver en un jagüey, sin cabeza según reportaron testigos. Los enumerados son todos casos de esta misma semana, pero aún son frescos los antecedentes de la aparición de jóvenes descuartizados en el sur y de balaceras desatadas por atracos en plena calle en el norte.

Un reportaje publicado hoy por este diario muestra que, sin haberse terminado, 2015 es ya el más violento de los últimos cinco años en Barranquilla, con 364 homicidios.

Los hechos apuntan a que la ciudad enfrenta un desafío sistémico, que crece como amenaza para la sociedad en su totalidad. Cada vez más ciudadanos inocentes se convierten en víctimas urbanas, pues la inseguridad toca hoy a todos por igual, y en lugar de concentrarse parece estar en expansión a lo largo de distintas zonas. Urgen medidas para contener de una vez por todas la bola de nieve, y que Barranquilla recobre el carácter de ‘remanso de paz’ que por siempre la identificó. Su población no merece menos.

El panorama deja la preocupante sensación de que las autoridades no se han tomado lo suficientemente en serio los reiterados llamados desde distintas instancias, y que la falta de una actuación más contundente ha permitido que la situación empeore.

Todo mediado por las dificultades para una efectiva judicialización de los delincuentes por cuenta, entre otros, del hacinamiento en las cárceles.

Habrá que revisar hasta qué punto la violencia propagada por exparamilitares llegados a zonas periféricas de la ciudad, hoy como miembros de las llamadas bandas criminales, ha surtido un efecto de contagio. Hay muestras de una ‘violentización’ de la delincuencia común y, por ende, del clima urbano; es latente una mayor belicosidad en el ideario colectivo que redunda en más intolerancia y más delitos menores que derivan en crímenes letales. Lo cual reclama, sin duda, otro tipo de intervención para abordarlo, más allá del incremento de vigilancia y el ataque directo al microtráfico y la extorsión.

Suficientes y reiterados llamados de emergencia ha lanzado este año la alcaldesa Elsa Noguera al Gobierno y la Policía Nacional solicitando medidas para intervenir la situación. Envía un mensaje perverso el que las autoridades estén dejando crecer el monstruo sin hacerse responsables de las consecuencias, y que dejen sola a Barranquilla ante este reto.