Con distinto grado de recelo, los diferentes movimientos políticos observan el vertiginoso repunte del voto en blanco en las encuestas electorales que se han publicado en los últimos meses.
La preocupación es mayor en las elecciones para presidente de la República, limitada a pocos candidatos, que para las votaciones al Congreso en la que se presenta a consideración de la ciudadanía un abanico de alternativas que supera los 800 aspirantes.
Los últimos sondeos para las presidenciales adelantados por diferentes firmas coinciden en dar como ganador al voto en blanco con un poco más del 30%, colocándose como segunda opción la del actual presidente Juan Manuel Santos (con un 26% en una encuesta y 27%, en otra). De allí en adelante los candidatos Óscar Iván Zuluaga, del Centro Democrático, y los precandidatos de la Alianza Verde, ya sea Antonio Navarro Wolff o Enrique Peñaloza, comparten las preferencias de los potenciales electores.
En el hipotético caso de que la opción del voto en blanco resultara mayoritaria en las elecciones presidenciales o legislativas, se produciría una sacudida de efectos incalculables en la historia electoral del país. Diversos analistas consideran que esta opción, que hace algún tiempo viene haciendo su propio camino -promovida desde las redes sociales y páginas web y por grupos significativos de ciudadanos inscritos ante la Registraduría-, representa una expresión de inconformidad, de desinterés o de falta de credibilidad en la clase política tradicional actual y la no renovación ideológica que presentan los movimientos políticos actualmente lanzados a las contiendas electorales que se aproximan. En la sentencia C-490 de 2011, la Corte Constitucional argumentó que el voto en blanco constituye “una valiosa expresión de disenso a través del cual se promueve la protección de la libertad del elector”.
Pese a ser una opción legítima, e incluso valiosa, como señala el alto tribunal, en términos de libertades políticas, un triunfo del voto en blanco no dejaría de constituir una mala noticia. No solo por el trastorno práctico y económico que provocaría el resultado -repetición de votaciones, cambio de candidatos, repetición de la primera vuelta en el caso de las presidenciales, etc.-, sino porque supondría la constatación de que el engranaje de representación popular del país, que ya de por sí nunca ha gozado de gran prestigio entre los ciudadanos, ha tocado fondo. Esto nunca puede ser considerado una buena noticia, por mucho que los partidos actuales merezcan un castigo por su desafección con los intereses de los ciudadanos.
Lo ideal sería que la actual dirigencia política del país, que suele actuar confiada en sus votos cautivos, se tomara muy en serio el protagonismo que puede tomar en la cercana cita con las urnas este fenómeno creciente de indignación que representa el voto en blanco. Aunque están muy próximas las elecciones, siempre hay tiempo, si existe la voluntad política, para renovar estrategias y aclarar su ideología, abandonar las viejas prácticas de manipulación electoral y recuperar la credibilidad perdida de la población. La fuerza ascendente del voto en blanco constituye un mensaje muy claro sobre las tensiones que se están presentando en la dinámica electoral y sobre las grietas crecientes entre los políticos y los ciudadanos.