En los dos últimos meses han trascendido dos escándalos relacionados con el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF), en concreto con los servicios de alimentación que se prestan a niños menores de cinco años en La Guajira y en los municipios atlanticenses de Ponedera y Tubará.
Los casos, según se desprende las investigaciones que adelanta la justicia, son realmente graves: unos grupos de personas inescrupulosas –funcionarios de la institución y compinches externos– se habrían apropiado de ingentes cantidades del dinero público destinado a apoyar la primera infancia, la inmensa mayoría niños pertenecientes a familias de escasos recursos. Las indagaciones apuntan a que las cantidades defraudas ascienden a $2.217 millones en el caso de La Guajira y a $2.500 millones en los municipios del Atlántico.
El fraude, siempre según las investigaciones judiciales, contempla diversas modalidades, entre las que destacan el cobro de cupos para beneficiarios inexistentes o el sobreprecio a los refrigerios y comidas de los pequeños.
Por ambos casos hay ya más de una quincena de detenidos: cuatro en La Guajira y 12 en el Atlántico. Por supuesto que a todos les cabe la presunción de inocencia que consagra la Constitución. Y la mayoría de ellos no se ha allanado a los cargos que les imputa la Fiscalía.
Dicho lo cual, nos encontramos ante un asunto muy preocupante en el que las autoridades deben actuar con todo el peso de la ley. Estamos hablando de unos casos concernientes a la primera infancia, una etapa de la vida en que se sientan los fundamentos para el desarrollo de la personalidad. Y el Estado, mediante el conjunto de sus poderes, debe garantizar que esa fase se desarrolle de la mejor manera posible.
Sin ánimo de ser alarmistas, es probable que no estemos ante hechos aislados, y que situaciones como estas se estén repitiendo en otros lugares de la geografía nacional. Las partidas oficiales que se destinan a la primera infancia son bastantes cuantiosas, lo que, sin duda, constituye un avance notable en las políticas sociales de nuestro país, pero, al mismo tiempo, un anzuelo atractivo para funcionarios venales y cómplices.
Es por ello que el ICBF tiene que extremar, aun más si cabe, su celo en la vigilancia de los recursos que gestiona, de modo que los salteadores de presupuestos no tengan facilidades para ejecutar sus planes delincuenciales.
El paralelo, la justicia tiene la obligación de llegar en los dos citados casos hasta las últimas consecuencias. Que los hoy imputados, si finalmente quedan en libertad, lo sean por clara inocencia y no por vacíos o dilaciones en la investigación, lo que, desafortunadamente, sucede en este país con más frecuencia de lo deseable.