El Heraldo
Opinión

Derrotar la corrupción

En una vehemente intervención, el Procurador General de la Nación, Alejandro Ordóñez Maldonado, arremetió contra la corrupción privada ante los empresarios reunidos en Cartagena en el marco del Congreso de la Cámara Colombiana de la Infraestructura.

Dijo el Procurador que el sector privado es tan corrupto como el público, mientras el ministro Justicia, Juan Carlos Esguerra Portocarrero, expresó que las sanciones contra los corruptos en este país son “muy blanditas”. Fueron sus palabras textuales.

Nos parece muy bien que en tan importante evento empresarial se haya abordado el tema de la corrupción por el alto costo económico y moral que continúa representando para Colombia.

Con frecuencia los expertos en ética pública se preguntan por qué es necesaria ésta en el funcionamiento de un país y ofrecen varias razones.

La primera que dan es que en el mundo de hoy, con una economía globalizada y cada vez más exigente, la ética pública no sólo hace a las instituciones públicas y privadas más fuertes, más potentes, más legítimas, sino también más viables. “De ahí que quien apuesta por la moralidad responda, no sólo a un imperativo ético de humanidad, sino también a un imperativo pragmático de supervivencia; la ética es necesaria en las organizaciones, no sólo para vivir bien, sino incluso para sobrevivir”, dice la española Adela Cortina, en uno de sus textos sobre la controversial temática.

Y una precisión conceptual muy importante que la prestigiosa autora hace es que bajo el concepto de ética pública quedan englobadas no sólo las organizaciones del Estado, sino también las entidades económicas y empresariales, las organizaciones y asociaciones cívicas, las entidades profesionales y la opinión pública.

Importante esta distinción porque a veces se cree que al sector privado lo rige una moralidad distinta a la del sector público, dejando de lado el hecho de que las actuaciones de las empresas privadas tienen consecuencias públicas y “precisan”, como señala Cortina, “ser públicamente legitimadas”.

Este es el caso de las empresas contratistas que trabajan con el Estado. Cumplen ellas una tarea que tiene efectos públicos y por tanto están llamadas a observar una conducta impecable. Y no existe, queda claro, una borrosa ética privada aparte, sino una ética pública que cobija tanto a los actores públicos como a los privados.

Es cierto también lo que dice el Procurador: no son suficientes las leyes para derrotar la corrupción. Porque las leyes, que están para servir a toda la ciudadanía de manera imparcial, resultan inútiles cuando las personas en una sociedad se olvidan del Bien Común y les mueve fundamentalmente su interés egoísta.

Cuando una sociedad llega a esos extremos, como en el caso de la nuestra, es fácil que prosperen y se impongan los clanes mafiosos, que, a juzgar por los carruseles de la contratación, alcanzaron un alto poderío en Colombia para lo cual no vacilaron en transgredir la ley y llevarse por delante la moralidad.

Pero no hay país que pueda ser viable en el mediano y el largo plazo con procedimientos mafiosos. Durante años, ha dicho el presidente Juan Manuel Santos, se creía que el país debía ser un poco tolerante frente al narcotráfico porque traía dólares y podía generar empleo, pero la criminalización que trajo tras de sí esta economía sangrienta, demostró que el narcotráfico era absolutamente dañino.

La experiencia internacional de los últimos años indica que vale la pena ser éticos en los negocios, y esa tiene que ser hoy la lectura del sector privado colombiano. El capitalismo del ‘cruce’, de la marrulla, del ‘tumbe’, de la viveza, puede que sea ventajoso en términos de corto plazo para sus usufructuarios, pero no encaja en las exigencias de una economía sólida, moderna y con pretensiones de competir en los escenarios globales.

Hoy es un contrasentido, un absurdo, un imposible, una nación próspera, igualitaria, con libertades y oportunidades, y al tiempo con escandalosos niveles de corrupción. Por el contrario, a los países con mayores problemas de corrupción corresponden deterioros más dramáticos en institucionalidad, en democracia y en desarrollo humano.

De manera que por eso Colombia tiene que hacer la tarea, es decir, derrotar la corrupción en los sectores público y privado. Nuestro mayor reto es convertirnos en una sociedad ética y transparente y garantizar unas instituciones públicas y privadas viables y predecibles.

Por eso, los duros mensajes del Procurador y del ministro de Justicia tienen la mayor relevancia. Este es el tono erguido, enfático e inequívoco que se espera de todos los dirigentes públicos y privados del país. Y es el camino que debemos recorrer para desterrar de la sociedad colombiana la desconfianza y la sospecha.

Es un cambio cultural que no podemos aplazar si queremos que el país logre el posicionamiento global que predicen los especialistas en desarrollo económico.
 

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