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Varias generaciones de la clase media colombiana crecieron con el imaginario de que al lado teníamos a un vecino muy próspero de donde llegaban parientes con regalos, viandas y bolívares, que traían con su arribo vientos de adelanto y modernidad. Décadas atrás, cada vez que alguien venía de Venezuela, vaciaba cajas y maletas con regalos, y lo que no traía de allá, lo compraba en nuestras ciudades con el gran poder adquisitivo de la moneda de ese país.

La mayoría entraba a la Costa Caribe por el tramo de la frontera guajira, ese lugar llamado Paraguachón, donde hasta el agua hay que llevarla en carrotanques y bolsas desde Maicao, pero cuyo nombre es sinónimo de tránsito y movimiento para cualquier colombiano.

Pero ayer amanecimos con ese paso fronterizo cerrado. El libre tránsito se cortó, cientos de colombianos quedaron atrapados en ‘la Raya’, al igual que venezolanos exaltados y molestos que se esforzaban por que del otro lado de las barricadas los uniformados de la Guardia Nacional escucharan sus quejas por el cierre.

Hoy en día la situación no es igual a la de años atrás. Las decisiones tomadas a la luz del modelo chavista, con subvenciones, regulación estatal de los precios y una política económica permeada por las conveniencias del Palacio de Miraflores, llevaron a que los papeles se invirtieran y sean los venezolanos los que añoren la moneda colombiana.

Con la decisión del presidente venezolano Nicolás Maduro la crisis fronteriza que comenzó el 19 de agosto pasado toca dramáticamente a la Costa Caribe, cambia la dinámica comercial de La Guajira y hace prever que el impacto en la economía de la región se sentirá en el corto plazo.

Si Maduro quiere controlar y regular el intercambio comercial y de divisas por la frontera entre Colombia y Venezuela, que busque para ello medidas internas y no decisiones unilaterales que afectan a millones de personas de uno y otro lado de la frontera.

Más allá de algunos desencuentros en los medios, la posibilidad de diálogo entre la diplomacia de los dos países siempre ha estado abierta. Pero el Gobierno colombiano no debe cejar en su intento por implicar a organismos multilaterales para que estos salvaguarden los derechos humanos de la población de la frontera y, por supuesto, debe prepararse para convivir con un vecino complicado como Maduro, bajo cuyo mandato han empeorado drásticamente las relaciones comerciales y de vecindad.

Como las decisiones del Gobierno venezolano se han tomado al vaivén de los avatares de su política interna, es imposible anticipar el siguiente movimiento. Por eso es imperioso que las ciudades de la Costa permanezcan alerta a las migraciones de colombianos deportados o de aquellos que regresaron voluntariamente; y a la llegada de los que decidan salir de la zona cercana a la frontera ante el agravamiento de sus condiciones de subsistencia.

El Gobierno nacional, por supuesto, tiene por delante el gran desafío de no dejar solos a estos compatriotas, víctimas de los juegos de poder.