La Registraduría publicó hace pocos días el número de personas habilitadas para votar en las citas electorales que se celebrarán en el país para la Presidencia y el Congreso.
Según dicho censo, 32,7 millones de colombianos podrán ejercer su derecho al voto en el territorio nacional y en 75 países del exterior.
Este censo fue depurado en los últimos años por la Registraduría, que eliminó casi seis millones de ciudadanos que aparecían con doble cedulación o que figuraban como muertos y no habían sido dados de baja, entre otras informaciones desactualizadas.
Un aspecto que llama muy negativamente la atención sobre esta población con derecho de voto es el elevado nivel de abstención que se ha registrado en las convocatorias electorales de la última década.
El promedio histórico de abstención en ese período se ha ubicado por encima del 50% en las elecciones presidenciales. En 2010, la Registraduría informó que en las elecciones para primer mandatario realizadas ese año, un poco menos de 14,7 millones de colombianos depositaron sus votos en las urnas sobre un censo electoral de 29,9 millones de personas, lo que significó un 51% de abstencionismo.
En el caso del departamento del Atlántico, en las mismas elecciones presidenciales, de un potencial de 1.558.013 ciudadanos habilitados para votar, un 66,8% dejó de hacerlo.
Este mismo fenómeno se observó en los comicios de 2006, cuando fue reelegido Álvaro Uribe con un abstencionismo del 55%.
Y anteriormente, en 2002, durante la primera elección de este mandatario, en el que no acudió a las urnas el 54% de los habilitados. En lo que respecta a las últimas elecciones para el Congreso, en marzo de 2010, tan solo votaron 13,1 millones de personas, lo que representaba el 43,8% del censo electoral.
Son muchas y muy diversas las explicaciones que los expertos han dado durante años a este bajísimo índice de participación electoral de los colombianos.
Se ha señalado que el abstencionismo representa un síntoma de la falta de confianza de muchos ciudadanos en que su voto pueda influir en la definición del curso político del país.
También se ha apuntado como elemento disuasorio la corrupción, que ha hecho perder en muchos colombianos la fe en la política.
A ello habría que sumar –y esto vale para la mayoría de los partidos– la ausencia de programas electorales serios, creíbles, que animen a los electores a acercarse a las urnas para apoyar una u otra opción partidista con la esperanza fundada de que los elegidos cumplirán sus promesas.
La elevada abstención electoral en Colombia deja en evidencia la debilidad de su democracia. El problema es incluso más grave de lo que las cifras reflejan, ya que, de los ciudadanos que sí acuden a las urnas, muchos lo hacen a cambio de dinero o de favores burocráticos, de modo que no son votos ejercidos con total libertad, como cabría esperar del ejercicio de este derecho fundamental.
Un Estado celoso de su democracia debería procurar que los ciudadanos voten de manera masiva. Y ello se consigue o con la implantación del voto obligatorio –lo cual tiene argumentos en favor y en contra– o mediante una campaña intensa de educación democrática. Mientras no se fomente una cultura política sólida en Colombia, el voto de opinión no se expandirá y la politiquería de votos cautivos podrá perpetuarse sin apenas obstáculos.