Un fantasma bien conocido ha estado apareciendo cada vez con más intensidad. Las bacrim están mostrando su poder perverso y ha hecho falta una respuesta del Estado mucho más activa. Ahora, con el escándalo de un vehículo relacionado con el Congreso, son muchas las preguntas que deben resolverse cuanto antes”. Así iniciaba una nota de El Espectador esta semana tratando de alarmar al país sobre un hecho que el país conoce muy bien: el paramilitarismo nunca ha muerto. Cambió de nombre, pero en funciones sigue en lo de siempre (de paso, hay que decir también que la guerrilla tampoco estaba diezmada, como tanto grita Uribe, pero ya es sabido que nos encanta creer en las mentiras de los políticos para luego poder decir que fuimos engañados).

Como suele suceder, la preocupación de esa nota se limita a lo de siempre: en Bogotá solo importa lo que ocurre en Bogotá, en este caso la captura de un joven con más de seiscientos millones de pesos a bordo de una camioneta que perteneció al Congreso. El joven, por supuesto, no es bogotano. Si hubiera pertenecido a las élites de la capital los medios no le hubieran dado la más mínima importancia.

Lo irónico es que la noticia sucede al mismo tiempo en que Córdoba y Sucre duermen bajo el terror del clan Úsuga (clan, una palabra despectiva usada en los medios nacionales para referirse a ciertas familias de provincia. No se escucha, por ejemplo, que de la familia del corrupto y condenado exalcalde de Bogotá se refieran como clan. Siempre dicen “los hermanos” o “la dinastía” Moreno Rojas: busquen en internet y lo confirmarán. Los Nule, en cambio –que hacen parte de ese mismo carrusel de la contratación–, si son llamados “clan”. Cuando no dicen “clan” dicen “poderosas familias” para referirse a esas mismas familias que en Bogotá son “ilustres”).

Los Úsuga no son un clan. Ni siquiera son una banda criminal. La RAE define “Terrorismo” como “Actuación criminal de bandas organizadas que, reiteradamente y de modo indiscriminado, pretende crear alarma social con fines políticos”. Si llamamos las cosas por su nombre, los Úsuga son una organización terrorista. No puede decirse menos de una gente que la semana antepasada adelantó un paro armado en cuatro departamentos del país y la pasada distribuyó un panfleto en Sincelejo señalando como objetivos militares la Universidad de Sucre, los colegios y las estaciones de Policía “por no haber cumplido la orden de parar todas las actividades comerciales, de transporte y educativas los pasados 31 de marzo y 1 de abril”.

Esto pasa en Colombia, pero, como siempre, Bogotá sólo mira su ombligo. “El país no puede permitir que se repita la historia de influencia política que consiguió el paramilitarismo en sus años de mayor presencia en el Congreso”, termina diciendo la nota de El Espectador. La “influencia de los políticos” no importa. Importa el terror del paramilitarismo. Eso es lo que hay que acabar.

@sanchezbaute