Es preciso aclarar al comenzar esta columna de hoy que no pretendemos criticar, ni juzgar, ni hacer señalamientos a nadie, autoridad o no, porque el tema es universal, existe hasta en las más sofisticadas ciudades del mundo y no estamos con ello inventando nada. Sencillamente tenemos el deseo de aterrizar en una realidad, porque Barranquilla padece los mismos graves problemas que puede padecer en la actualidad Cartagena o Bogotá, para no ir muy lejos.
Si decimos que debemos aterrizar es porque notamos, a veces con un exceso vacuo, superfluo, que huele a autoengaño, que aparentamos un efecto teflón que pretende disimular lo negativo para no ir al fondo de las cosas. Entonces nos autocalificamos de la última maravilla, de la ciudad increíble, del paradigma urbano, del fenómeno de la época, entonces aparecen como una letanía diaria los términos y adjetivos que modernizan el desgaño y disfrazan muchas veces la ineficacia: Proactivos, propositivos, sostenibilidad, competitividad.
Sí, todo eso es cierto, pero está la otra cara de la moneda. Goethe dijo en el acto primero de su Maquiavelo, que “la mejor forma de gobierno es la que nos enseña a gobernarnos a nosotros mismos” y si algo hemos padecido los colombianos desde que existimos es que no sabemos, no entendemos, no aprendimos nunca a gobernarnos. Por eso no tenemos una cultura ciudadana, no vivimos los deberes cívicos, no practicamos la urbanidad y hacemos del delito una forma de vida. Matamos por todo y asesinamos sin piedad. La inseguridad en una ciudad como la nuestra ya es patética. La movilidad se convirtió en un martirio, el espacio público es un sueño que se ve pasar como las ilusiones de los poetas. El Dane dice que tenemos las más bajas tasas de desempleo porque no se han asomado a cualquier calle de la ciudad a ver desfilar los mendigos (¿cuántos en la ciudad hoy día?, ¿4.000?), las dos comidas diarias cuando no hay ni para una en los barrios donde las chozas se caen con cada lluvia, los niños en las calles sin ropas, sin escuela y sin alma. La limosna como el invento de los que perdieron la vida antes de morirse. ¿Todo ello es progreso, productividad y eficiencia?
No nos digamos mentiras, no nos engañemos. Nos recuerda todo este tinglado a la miseria de los habitantes de la Ciénaga de la Virgen, en nuestra adorada Cartagena, un ídem de lo propio. ¿Cómo podemos soñar en convertirnos en grandes urbes si no desterramos la miseria? Ya lo decía Madariaga: “La cárcel más incómoda y triste es la pobreza”. Pero por supuesto hay que luchar, salir adelante, planificar nuevas obras, mirar al futuro. Dizque Barranquilla, de las más felices. ¿Acaso será la más conforme y se confunden los términos? Desde luego que la transformación de la ciudad es evidente, que las dos últimas alcaldías son ejemplares, que se enderezaron muchos caminos, que las avenidas, los edificios, los servicios públicos como por ejemplo los de la Triple A, las ampliaciones, la lucha contra los arroyos, las nuevas escuelas y centros de salud y las políticas de vivienda. Sí, todo esto es un hecho, un hecho por cierto que tenía que llegar después de veinte años de ostracismo socioeconómico. Pero aterricemos, vivamos más en la realidad y cuidado con caer en la vanidad, en la soberbia, en la arrogancia.








