Gustavo Francisco pensaba que tenía ganada la guerra que estaba librando. Podía ganar la batalla de la convocatoria, había escuchado al primer ejecutivo decir que acataría a la CIDH, había logrado meter, no una sino muchas tutelas –un ‘tutelatón’–, se había victimizado, había subido en las encuestas de favorabilidad substancialmente y en últimas obtuvo la solicitud de medidas cautelares que tanto demoró en publicar la Comisión. Todo parecía indicar que continuaría en el Palacio Liévano defendiendo su puesto aunque no administrara la capital. No había terminado nadie de asimilar, ni siquiera los medios, la noticia de la Comisión cuando automáticamente y de inmediato, el presidente de la República lo destituye y nombra alcalde encargado. Creo que Petro no lo esperaba y la verdad las opiniones acerca de la actuación de Santos ante las medidas cautelares estaban divididas. Razones de conveniencia daban que pensar. El reducido tiempo preelectoral con que cuenta Juan Manuel, quien tiene que razonar como presidente-candidato, podía impulsar su decisión hacia rumbos de favorecimiento propio ante una situación que indicaba gran incertidumbre después de las elecciones del pasado 9 de marzo. Una mayoría precaria en el Senado, una participación importante del Centro Democrático y una grande e inesperada votación por el candidato verde cambiaban las perspectivas para la elección presidencial.
Los resultados de las encuestas no se hicieron esperar. Peñalosa segundo en primera vuelta resultaba ganador o en empate técnico en la segunda. El candidato del CD y la representante del Partido Conservador obtenían importantes porcentajes que mostraban que había intención de voto por otros, y Santos mantenía los mismos guarismos de los últimos meses. Las otras dos candidatas mujeres, en franca minoría, se unen buscando un lugar en la fila de alternativas, lo que hacía más difícil la situación de elegibilidad del actual presidente. ¿Qué necesidad tenía Santos de echarse encima a los seguidores del Polo y de Petro? Creo que ninguna, pero estaba por delante un estado de derechos y una actuación del aparato de justicia que mostró que había todas las garantías para que el destituido alcalde se defendiera. Hasta le faltó acudir a los recursos administrativos que no quiso, por voluntad propia, utilizar el burgomaestre. Actuó Santos con la integridad que esperábamos de un digno representante de la democracia y perfeccionó la actuación del procurador.
Hasta ahí todo bien. Gran elogio y reconocimiento a la actuación del poder judicial y del primer ejecutivo pero… ¿qué pasa con miles de investigaciones que por miles de razones no progresan? Funcionarios públicos de todos los rangos, nombrados o elegidos por el voto popular incursos en actuaciones ilegales, irregulares, corruptas, continúan en la impunidad y sus procesos no llegan a ninguna parte, se enredan en los escritorios de los juzgados, procuradurías, contralorías y demás entidades de control y solo funcionan a medias y a veces a cuartas y hasta a octavas. Si bien el viejo adagio de que “la justicia cojea pero llega” a veces se cumple, este no es precisamente el caso de la justicia colombiana. Lo que estamos viendo aquí es que para unos corre como un velocista ganador de 400 metros vallas y para casi todos es como un corredor de relevo que si no recibe el testigo nunca llega a la meta. Sin eso no llega.
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