Lo que me deslumbró, además de los 15,17 metros alcanzados, fue algo que llamaré gallardía. Después de cada salto, Caterine Ibargüen se incorporaba y su rostro expresaba la certeza de estar a punto de alcanzar la gloria. Pero era una confianza desprovista de toda soberbia, pues iba vestida de una sonrisa irresistible, como si, no bastándole con ser la mejor del mundo en su disciplina, Caterine quisiera demostrar también que era la más alegre, la más magnética, la más bacana. Así consiguió, además de salvar en tres brincos una distancia equivalente a ocho automóviles de tamaño medio estacionados lado a lado, otra cosa dificilísima: hacer brillar, sobre el brillo del éxito, su infecciosa simpatía. Pocas veces los dioses otorgan tantos dones juntos a un solo mortal.

Cosas similares podrían decirse de nuestras otras figuras en estas olimpiadas: de la bicicrosista Mariana Pajón, del pesista Óscar Figueroa, del boxeador Yuberjen Martínez, de la yudoca Yuri Alvear. Pero habría que dejar de referirse a ellos —como solemos hacer, como acabo de hacer yo aquí— como “nuestros” atletas, pues lo cierto es que la historia de cada uno de estos campeones es, ante todo, la historia de cómo salieron adelante a pesar del sistema, no gracias a él. Por “sistema” me refiero a todas las circunstancias que rodean al deporte en el país: la falta de apoyo del Estado, la precariedad o inexistencia de los escenarios deportivos, las promesas incumplidas de los gobiernos, la pobreza extrema de la que proceden la mayoría de los deportistas y el desinterés de la sociedad por sus esfuerzos, que se hace a un lado el día en que le “regalan” —como decimos— una medalla a Colombia. Pero no: no nos regalan nada y no son “nuestras” sus hazañas: les pertenecen solo a ellos, a sus entrenadores y a sus familias.

Tal vez la única manera honesta de apropiarnos de sus victorias sea por la vía del ejemplo. En un país en el que las mal llamadas “élites” dejaron hace rato de servir de modelo de comportamiento, en el que prácticamente ningún sector, ni el político, ni el gremial, ni el religioso, ni la izquierda, ni la derecha, ninguno, goza ya de prestigio, quienes alcanzan el éxito deportivo pueden, al menos parcialmente, llenar un vacío en una sociedad que se quedó sin héroes. Hay mucho por aprenderles. Aprender sobre el valor de la disciplina, por ejemplo, y de su hermana melliza, la perseverancia, haría trizas el mito del dinero fácil. Valorar la importancia de los entrenadores y de quienes, por haberlo ejercido por más tiempo, saben más de un oficio, despejaría cierta confusión moderna entre buscar la “igualdad” y creer que toda jerarquía es perversa y arbitraria. A falta de justicia, pues aquí las faltas se cometen y no se castigan y eso nos ha llevado a perder el sentido de la vergüenza y a olvidar que es incómoda, sería bueno entender la trampa como se entiende en el deporte, como una deshonra. Y sería magnífico aprender de nuestros deportistas a respetar al rival, a quien queremos vencer, pero a quien tratamos con consideración: sabemos lo difícil que es el camino que ha recorrido, pues nosotros lo recorrimos también.

Y así sí. Si vamos a hablar de “nuestros campeones”, que sean nuestras al menos sus lecciones.

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