El Congreso está elegido. Quedan faltando confirmaciones de última hora y una que otra discusión sin trascendencia acerca de las quejas del Centro Democrático sobre un supuesto fraude electoral, orquestado, según ellos, por el presidente de la República; serán intrascendentes porque no hubo fraude y porque las pueriles estrategias de este partido para lograr sus hiperbólicos objetivos han terminado por degradar la opinión que tenemos de ellas: comenzaron siendo preocupantes, luego fueron indignantes y ahora dan risa. Esperemos que el siguiente paso sea que terminen por ser completamente ignoradas.

En fin, digo que el Congreso ya fue elegido, me temo, sin ninguna sorpresa, sin ningún atisbo de renovación que signifique algún grado de enmienda de los electores, esa pequeña pandilla de ingenuos que, a lo largo de los siglos, ha ejercido su deber y su derecho con una irresponsabilidad tan oronda que resulta aún más hilarante que las estrategias de la oposición uribista a la que le ha vuelto a otorgar una no despreciable cuota de poder. Digo que es pequeña la pandilla porque, como es costumbre, la abstención en Colombia es casi del 60%, es decir, que el poder legislativo se sostiene con un poco más de la tercera parte de los votantes potenciales, una cifra francamente ridícula en un país infectado desde siempre con el virus de la política, ya sea para beneficiarse de ella o para criticar a sus ejecutores.

No votar también genera una responsabilidad, igual o mayor a la que se deriva del voto vendido, tendencioso o pusilánime, y constituye un silencio cómplice e indolente que raya en la inmoralidad, si tenemos en cuenta que esas personas que no votaron son las mismas que inundan las calles, las fiestas y las redes sociales con sus voces vociferantes de inconformismo y estupefacción por la forma en la que los políticos, a quienes no ayudaron ni a elegir ni a no elegir, meten las patas una y otra vez.

Tenemos, pues, dos elementos que hacen de nuestros procesos electorales un pobre remedo de lo que deberían ser: por un lado, un parlamento viciado y vicioso que permanece casi intacto y, por el otro, un grupo de millones de personas que podrían reemplazarlo por otro mejor y a quienes simplemente no se les da la gana. ¿Reemplazarlo por qué? ¿Por quiénes? La lógica ofrece una simple respuesta: si no existen alternativas, es necesario ejercer por fin el poder del voto en blanco, el cual, si es abrumador, puede obligar a la sociedad a sacar de sus escondites a los ciudadanos preparados, honestos y sensatos que sí son dignos de representar los intereses populares, que los hay, estoy seguro, si no por miles, al menos en número suficiente para llenar un par de veces los asientos de las dos cámaras.

Mientras llega el día en que el universo conspire, los astros se alineen y la Virgen Santísima interceda para que se abran nuestros ojos de demócratas, deberemos conformarnos con observar desde la distancia los exabruptos que cometerán, por montones, los senadores y representantes que hemos elegido o que no ayudamos a no elegir. En nuestras manos estuvo, una vez más, el destino del país y una vez más se lo hemos entregado a 268 personas que seguramente harán con él, sin consultarnos, lo que les plazca.

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