El vergonzoso rol del abstencionista
El colonialismo invisible, en cambio, te convence de que la servidumbre es tu destino y la impotencia tu naturaleza: te convence de que no se puede decir, no se puede hacer, no se puede ser”. De mi columna anterior retomo a Eduardo Galeano para esbozar a los indecisos, los apáticos, indiferentes, indolentes, los desganados, perezosos, los escépticos, los tibios, los pasivos, los abúlicos, pusilánimes, haraganes e irresolutos que comprobaron la persistencia del colonialismo invisible. Todos ellos –exceptuando a quienes por fuerza mayor no pudieron cumplir con su deber de ciudadanos– abatidos por la idea de “no se puede”, conforman el porcentaje de abstencionistas que favoreció la escogencia del nuevo Congreso de la República. Casi finalizado el conteo, resulta devastador que el Congreso, destinado a reemplazar a la entidad más criticada del país por su pésimo desempeño, refleje la negligencia del porcentaje del potencial electoral que no fue a las urnas, casi el 60%, a quienes, por si no lo saben, las maquinarias políticas utilizaron sagazmente a su favor, mientras ellos observaban los toros tras la barrera. La abstención no es una protesta positiva, es el síntoma de una sociedad deteriorada, el sometimiento de los serviles manipulados para jugar un papel tan decisivo como el de los mismos votantes. Igual que con la ola verde, también la intención de voto en blanco sucumbió en las marejadas de la duda y del miedo a “no se puede, no se debe”, y, aunque es cierto que amenazaba con ser una alternativa fallida, también lo es que la idea de su absoluta ineficacia fue manejada exitosamente tras bambalinas.
Pero, a lo hecho, pecho. El Congreso fue elegido, por no decir reelegido, por los 14.3 millones de votantes más la masa abstencionista; aseguraron sus poltronas para los próximos años los que son, los que se hacen, los que deshacen, los suricatos y los lirones, los que baten, los que hornean, los que reparten y comparten. Aún así, no todo es color de hormiga; los comicios dejan ciertas claridades. Por un lado, que los votantes, incluso los que acolitan la corrupción, reconocen sus derechos ciudadanos, lo que deja a los apáticos, millones de ellos pertenecientes a los estratos civilizados, en el lugar de pueblo bruto que a tantos civilizados les rechina. Por el otro, que el gran respaldo conferido a los idealistas –extraterrestres que persisten en proteger los derechos de los colombianos– indica que esa marea independiente avanza demasiado lenta, pero constante. Plausible el trabajo colectivo del Centro Democrático, reflejado, sin discusión, en sus logros. Admirables el desempeño de Claudia López y el posicionamiento del senador Robledo. Sin embargo, ese Congreso naciente es por poco el adefesio que en lugar de legislar en procura de un país más decente e incluyente, se ha ocupado de la suerte de unos cuantos, de cuidar las herencias parapolíticas y las transferencias familiares; es casi como asistir al regreso de un engendro amamantado por una legión de indiferentes, indolentes, perezosos, pusilánimes e irresolutos: los abstencionistas.
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